miércoles, 29 de julio de 2009

El material del que están hechos los sueños (IV)

De John Wayne no voy a contarles nada que ustedes no sepan. Como vaquero, como sheriff, como militar... Me acuerdo especialmente de aquélla del lazo amarillo de la Caballería, con su canción, She wore a yellow ribbon, que en España se llamó La legión invencible. También le recuerdo desempeñando otro oficio bastante alejado de los campos de batalla y las arenas del desierto: el de buzo, con aquella escena del final en la que a Wayne se le llenaba la escafandra de agua... una secuencia claustrofóbica. Después de mucho rebuscar, he dado con el nombre del film: La venganza de la bruja roja, un título un tanto sensacionalista que tiene su parte de gracia, dado que el Duque era un anticomunista furibundo.

Pero me van a permitir que deje atrás al Séptimo de Caballería, a las diligencias e incluso a Moss, con su mecedora, y cruce el Charco para ver a Wayne convertido en un hombre tranquilo, un ex boxeador con ganas de encontrar arraigo en algún lado, preferiblemente en las faldas de Maureen O'Hara. No sé qué habría dado por haber enamorado a aquella fuerza de la Naturaleza en cuyo nombre ya se aprecian, entremezcladas, la dureza y la feminidad: ese delicado Maureen seguido de un O'Hara que parecen dos tiros de pistola. Hasta habría recibido con gusto al patán de Victor McLaglen, al que, por cierto, también recuerdo en La legión invencible, y me habría ido a la taberna a cantar el Colonial boy, aunque sin mezclarme con la gentuza del IRA. El hombre tranquilo es otra de las vidas en las que me gustaría reencarnarme. A mí, y a buena parte de los espectadores, ya que sin duda John Ford quiso consolar un poco a una sociedad demasiado castigada tras la II Guerra Mundial. La primera vez que vi El hombre tranquilo fue una Navidad, en casa de mis abuelos. Y la vi en tensión, temiendo que en cualquier momento le pudiera pasar algo al protagonista. Todo era demasiado bonito. Pero, como ya dije, John Ford sabía cómo tratar a su público.

Me quedo unos minutos reflexionando, buscando el camino a Innisfree, y veo pasar a Dorothy con sus zapatitos, cantando aquello de The wonderful wizard of Oz. De El mago de Oz, algo que siempre me extrañó es la relevancia que se le da a una persona que no aparece en la trama porque acaba de morir. Les parecerá una tontería, pero la Malvada Bruja del Este me recuerda vagamente a Harry Lime, aunque en buena. La tercera bruja. A Dorothy la interpretó Judy Garland, a quienes los expertos asocian con dos fenómenos típicos de nuestro tiempo, a pesar de que la actriz murió a finales de los años sesenta: la anorexia y el orgullo gay.

Quería abstraerme escuchando su Over the rainbow, cuando de repente me asalta la presencia mucho más carnal de su hija, Liza Minelli, cantando Cabaret. La película, les voy a confesar que no la he visto. Pero valga para este artículo la actuación que vi el invierno pasado, con mi mujer, en uno de los teatros del Paralelo, en Barcelona. Otra de las bendiciones de Internet, Youtube, me está permitiendo escuchar otra de las canciones emblemáticas de la película, mientras escribo estas líneas: Money. Les voy a dejar durante unos segundos, porque la coreografía merece la pena...

Y después de las Minelli, madre e hija, aparece Julie Andrews. Por desgracia, la Mary Poppins que aparecía colgada de su paraguas, ordenaba las habitaciones y bailaba entre las chimeneas con Dick van Dyke ha sido reemplazada por la Shery Bobbins de Los Simpson. Pero aún quedan algunos fragmentos que no han sido colonizados por el humor irreverente de la familia Simpson. Por ejemplo, aquél que durante mucho tiempo consideré el mejor chiste de mi vida:

- Conozco un hombre con una pierna de palo que se llama Smith.
- Y, ¿cómo se llama la otra pierna?

Hasta hace algunos años, la ambigüedad se podría haber salvado con el utilísimo adjetivo relativo cuyo, que su uso se está perdiendo. Pero nos habríamos quedado sin el chiste. También echaremos de menos la moraleja, el banquero avariento que no entiende por qué el niño, en vez de abrirse una cuenta corriente, decide gastarse la pasta en comprar alpiste para las palomas. Los adalides de la Corrección Política tendrán que hacer algo a este respecto, ya que, últimamente, a las palomas se las llama "ratas con alas", y no hay Ayuntamiento que no se gaste la pasta en jaulas y venenos.

En fin; si en esta película, a pesar de las ansias del pobre Dick van Dyke, Mary Poppins se marchó tan soltera y entera como había venido, la Andrews se pudo desquitar en otra película mítica: Sonrisas y lágrimas, donde fraulein Maria acababa llevándose el gato al agua. Tardé algunos años en comprender que al capitán Von Trapp se le pudiera caer el pelo por izar una bandera austríaca en la fachada de su casa de Austria. Por ahí estaría el bueno de Bogart, echándole una mano para desplegarla.

Aquélla fue otra de las películas que vi en la casa de mis abuelos, en aquellas Navidades lluviosas en las que nos juntábamos nueve personas, mis padres, mi hermano, mis abuelos, varias tías solteronas y mi bisabuela Aurelia. Tal vez, en el fondo, esta larga serie de artículos no hable de cine, sino de la infancia que se fue. Yo era un niño, y en la tele una chiquilla encantadora cantaba I am sixteen, going on seventeen, y yo calculaba que me faltaban por lo menos ocho años para poder bailar, cogido de la mano, con una belleza como aquélla. Por eso, de Sonrisas y lágrimas recuerdo especialmente lo idiota, pringao, tolay o como ahora le llamen los jóvenes al chaval que, al final de la película, en vez de fugarse con los Trapp de la mano de una de las chicas, se pone a gritar para que los nazis les echen el guante. Miento, también recuerdo aquella hermosa canción de las Girls in white dresses, with blue satin sashes -si la quieren escuchar, el título original es My favourite things-. Y, cómo no... he sido incapaz de olvidar, a mi pesar, aquello del selvático animal.

La gente suele decir que Sonrisas y lágrimas es una cursilada. Una novicia que canta y se enamora de un viudo, vaya pastelazo. Para mí es una gran película. No sólo por ser un musical de primera, sino por el trasfondo político, con Christopher Plummer oponiendo toda su dignidad y su patriotismo a la barbarie nazi. La misma severidad que empleó para interpretar al coronel de las SS Herbert Kappler -el asesino de las Fosas Ardeatinas- en una película muy interesante, Escarlata y negro. En ésta también se habla de fronteras quebrantadas; en este caso, la línea que divide la plaza de San Pedro, de Roma, dejando a un lado la Europa conquistada por el III Reich, y al otro la ciudadela de El Vaticano. En esta peli, el negro uniforme hitleriano se contrapone al escarlata de la sotana del obispo O'Flaherty, interpretado por Gregory Peck. Una escena mítica, el sacerdote haciendo como que va a pisar la raya de la plaza, burlándose de los francotiradores nazis que le acechan al otro lado. Como sólo se trata de cine, fingiremos que dentro de la basílica de San Pedro el papa Pío XII -en la película, sir John Gielgud- estaba del lado de los oprimidos.

Leo en la hemeroteca de El país que en fecha tan reciente como 1977, el nazi Kappler provocó un conflicto diplomático entre Italia y Alemania Federal tras fugarse del hospital italiano en el que cumplía condena por los asesinatos perpetrados durante la II Guerra Mundial. La verdad es que tuvo suerte; yo pensaba que lo habían ahorcado, como el asesino de masas que era. Ése es uno de los peligros de las actuaciones de los grandes actores, que dan dignidad a quien nunca la tuvo, y Kappler también fue interpretado por otro hombre que llenaba las pantallas de dignidad: Richard Burton.

Hablar de Richard Burton es hablar de Elisabeth Taylor; pero seamos descorteses y hablemos primero de él. Yo le recuerdo especialmente en dos papeles: en la ya mencionada El día más largo, haciendo de oficial de la RAF, con otros personajes míticos como John Wayne, Henry Fonda o Robert Mitchum -y sí, con Sean Connery haciendo del pollico Flanagan-. E interpretando a santo Tomás Becket, junto con Peter O'Toole. Interesantísima vida, la de Becket, un cortesano en alza hasta que se convirtió en sacerdote y pasó a defender la independencia de la Iglesia. Richard Burton bordó el papel. También hizo de Marco Antonio en Cleopatra, con su amada-odiada Liz, con la que se casó y se divorció dos veces.

Ésta es mi novia; tiene un ojo de cada color. De esta forma tan pintoresca presentaba uno de mis parientes a su futura esposa. No entiendo cómo ella no le dejó, o cómo no devolvió la presentación: Éste es mi novio, tiene medio cerebro. Notarán mis esfuerzos por acercarme, de una manera original, al tópico de los ojos violetas de la Taylor. De ella me marcó una película de safaris, La senda de los elefantes, sobre unos hacendados que habían construido su plantación interrumpiendo una vieja ruta por la que pasaban los elefantes, y cuyo final es fácil imaginar.

Por el terror que me provocaron en su día los pobres paquidermos, y por la ambientación, he recordado ahora Cuando ruge la marabunta, de Charlton Heston. La escena de las hormigas cruzando un río con infinita paciencia, dos o tres en cada hoja, pertenece a mi particular antología de secuencias de terror. De Charlton Heston, El planeta de los simios, con su inesperado final. El director tuvo la delicadeza de hacer que la única mujer que tripulaba la nave que aterriza en el planeta resultase muerta, creo recordar que porque no se le cerró la cápsula de hibernación. De esta forma nos ahorró el verla esclavizada por los monos. La semana pasada vimos en casa la versión moderna, de Tim Burton, que no le llega a la antigua ni al empeine de las garras de los simios, aunque su final da mucho que pensar. En lo idiotas que pueden ser algunos humanos.

Hemos dejado muy atrás a Gregory Peck, pero se merece que regresemos al Vaticano y continuemos la cadena de nazis y antinazis, porque desde la plaza más visitada del mundo nos iremos a la selva amazónica, donde Peck cambiará la sotana por la bata de médico del doctor Mengele. Si es que a ese animal se le puede llamar médico o doctor, cosa a la que yo siempre me he negado. Pienso que la ancianidad de Joseph Mengele, y su muerte en libertad, es una espina que tendremos clavados los hombres, por toda la eternidad. En los Juicios de Nurenberg, una de aquellas bestias, creo que Hans Frank, comenzó a gimotear y le comentó a uno de sus compañeros, o a su abogado, que los judíos no olvidaban jamás, que dentro de dos mil años seguirían recordando su nombre con un gesto de desprecio. El Verdugo de Varsovia no se equivocaba. No sé cómo será el mundo en el año 2100, ó 2200, pero tengo por cierto que, a menos que un holocausto nuclear o el cambio climático haya acabado con todos nosotros, en esos años que nos resultan inverosímiles habrá alguien que leerá con asco y con terror los experimentos que perpetró Joseph Mengele, y murmurará: ¡Qué pena que ese animal se nos escapara con vida! "Se nos escapara", a nosotros, los seres humanos.

Todo este rodeo para hablarles de Gregory Peck y Los niños del Brasil. La historia es sencilla: cuenta que, después de la guerra, Mengele se refugió en la Amazonia y continuó con sus experimentos, tratando de obtener clones de Hitler. Hasta allí le persigue un cazador de nazis, sir Laurence Olivier, a quien habíamos dejado en el tintero cuando hablamos de su hermosa Vivien Leigh.

Para continuar con la cadena de nazis y antinazis en la que llevamos unos cuantos párrafos trabados, diré que, a su debido tiempo, sir Laurence cambió el papel de cazanazis por el de ángel exterminador. Me refiero a Marathon Man, en la que Dustin Hoffman descubre a un antiguo médico de un campo de exterminio. Sobrecoge la escena en la que una anciana judía reconoce al doctor Szell en mitad de la calle y se pone a gritar y a llorar en hebreo, desesperada, rogando que no le dejen escapar, que por ahí va el ángel blanco, que es como sus víctimas conocían al matarife, que por más señas era el dentista del campo. También sobrecoge la escena en la que Hoffman le encañona y le obliga a que se trague unos diamantes. En esos momentos, y de manera que puede parecer paradójica, el espectador se alegra de que el nazi recobre el ánimo, le plante cara al protagonista y le diga que no, que no se va a humillar comiéndose los brillantes. Y es que a las personas que nos consideramos decentes no nos gusta ver cómo a la gente le roban su dignidad. Ni siquiera aunque se trate de uno de los médicos de Auschwitz.

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