lunes, 29 de junio de 2009

El material del que están hechos los sueños (II)

En el capítulo anterior habíamos dejado a Marilyn Monroe con las faldas levantadas, que es la mejor manera posible de concluir un capítulo sobre cine clásico. Otro ejemplo de Gran Buena Película, como suele decir mi hermano David, es Con faldas y a lo loco, donde la Monroe compitió en sofisticación con Tony Curtis y Jack Lemmon. Aunque ellos no fueron capaces de menear el trasero como Marilyn porque no tenían el motorcito con el que el buen Dios modeló a las hijas de Eva. Fue otra película cuyo primer pase me llenó de confusión, al ver que Lemmon estaba dispuesto a casarse con otro hombre, para luego divorciarse y sacarle un montón de pasta. No entendí nada –Jack Lemmon es un hombre, por favor-. La película ha quedado como un ejemplo de lo difícil que era trabajar con la Monroe, y ahí está la frase de Tony Curtis, diciendo que después de pasarse el día repitiendo una escena, besar a Marilyn le había parecido como si hubiera besado a Hitler. Y es que, ya se sabe: nadie es perfecto…

Jack Lemmon. Cualquier adjetivo es poco. Creo que Primera plana, con Walther Matthau haciendo de Walther Matthau, debería estudiarse en las facultades de Periodismo. Además de ser una película que todo plumilla -hombre o mujer- que pretenda seguir ejerciendo como tal, debería ver con su pareja, antes de plantearse seriamente el matrimonio.

- ¿Qué te ha parecido?

- Pobre Hildy, cómo le ha engañado ese sinvergüenza de director, con lo bien que le habría ido ganando un buen sueldo en el mundo de la publicidad…

- Cariño, lo siento mucho, pero no hay boda.

Por suerte, en mi caso concreto, y aunque no le llego ni a la suela del zapato a la plantilla del Examiner, con su águila de alas extendidas, mi mujer ha asumido desde el primer día las servidumbres a las que nos obliga, de vez en cuando, el desempeñar el mejor oficio del mundo. Les confesaré que la primera persona que se enteró de que mi mujer estaba embarazada no fue mi madre, fue mi cámara, Sabina; que la primera ecografía a mi hijo la miré con el ojo izquierdo, mientras con el derecho revisaba mi móvil a la espera de una información sobre el Caso Limusa, y que la última la vieron mi mujer y mi madre porque yo estaba haciendo una conexión en directo sobre la re-rebautizada Gripe A. Con todo y con eso, mi Sara tiene conmigo más paciencia que la pobre Susan Sarandon. Albricias, Dafne.

A Walther Matthau le vi por primera vez hace muchos años, más de treinta. En una película sobre el secuestro de un vagón de metro. Nunca he podido olvidar la secuencia final, el último plano, en el que el inspector de policía consigue dar con el secuestrador en el último segundo, por un detalle trivial. Una vez más, la Wiki –que debería de firmar estas páginas conmigo- me ha confirmado que el detective era Walther Matthau, aunque en este caso mi memoria no podía fallar, desde entonces aquel niño siguió esperando con ansias la aparición de aquel personaje desgarbado con ojos inquisidores y nariz de patata. La película, por si la quieren descargar, pagando, de Internet, se llama Pelham 1, 2, 3.

Otra película mítica fue La extraña pareja, donde un recién separado neurótico, hiperactivo y bastante tolay se iba a vivir al piso de un gorrino redomado. Dejo a la imaginación de los lectores qué papel desempeñaba Walter Matthau, y cuál le correspondía a Jack Lemmon. En uno de los momentos culminantes de la película, Óscar, que ha perdido la paciencia, los nervios e incluso las ganas de vivir, amenaza a Félix con un plato de pasta y le viene a decir que se lo va a estampar en la cabeza; éste empieza a reírse, con desdén, y le espeta que no son espaguetis, sino lingüinis. Adivinen dónde acaba el plato de pasta… Además de haberme hecho reír a carcajada limpia, esa película siempre me ha gustado por lo que muestra de la fraternidad entre los hombres. Un grupo de amigotes que se reúne en un pequeño piso, un verdadero hogar, para charlar, jugar a las cartas, fumar y comer bocadillos verdes o marrones, ajenos a la vorágine de esa ciudad inmensa, peligrosa y llena de oportunidades que es Nueva York. En el caso de Félix Unger, ajeno incluso a los peligros que acechaban en los camisones de verano de las Hermanas Periquito.

Al principio de esta miniserie de artículos hablé de Charada, donde Walther Matthau desempeñó un papel secundario, pero esencial, junto con Audrey Hepburn y Cary Grant, otro rey de la comedia, cuya elegancia y sutileza viene a ser el reverso de Oscar Madison y el señor Burns; de los gañanes inteligentes y embrutecidos. De Cary Grant se me quedó grabada especialmente una de Hitchcock que vi por vez primera hace más de veinte años. Para que se hagan cargo de cómo han cambiado los tiempos, me acuerdo de que Televisión Española se pasó muchos días anunciando que aquel fin de semana, en Sábado Cine iban a proyectar Con la muerte en los talones...

Aquel sábado, en mi casa se vivió una pequeña tragedia doméstica, y es que a partir de un determinado momento, mi padre, que en paz descanse, empezó a mirar el reloj, calculando el tiempo que llevábamos de película y lo que faltaba para el Intermedio, que era como hace años se llamaba a las pausas publicitarias. Ya veréis cómo nos cortan la secuencia de la avioneta, decía el hombre, consiguiendo el imposible de sumarle más tensión a la trama. En un momento dado, Cary Grant está viajando en un autobús de Greyhound –aquellos cacharros que parecían chapados en papel albal, en los que uno podía subirse en Nueva York y pedirse un billete, sólo ida, para Texas. Llega su parada, y se baja en una inmensa meseta atravesada por la recta inabarcable de la carretera. Lejos, en el horizonte, hay una avioneta fumigando. Mi padre mirando el reloj, poniéndose cada vez más pálido, mi hermano y yo aferrados a los brazos del sofá, ahí está la avioneta, va a pasar algo, ya llega la escena, verás cómo nos la cortan… de repente, todo se precipita al mismo tiempo; la avioneta pasa rozando la cabeza de Cary Grant, que se arroja al suelo entre los maizales, aparece una ráfaga de puntos y rayas, una musiquilla inesperada, el anuncio de un tambor de detergente y el grito paterno diciendo que así no hay narices para ver buen cine. Papá, te he vengado; acabo de ver la secuencia entera en el Youtube, sin cortes. A tu salud.

Otra de las secuencias míticas de Con la muerte en los talones es la aparición final de la bellísima Eva Marie Saint en el Monte Rushmore, sus apuros entre las cejas gigantescas de los Presidentes, el primer plano de Cary Grant pidiéndole que se cogiera de su mano… y los últimos segundos, que no voy a revelar por si a estas alturas he conseguido que a alguien le entre el gusanillo de ver la peli por primera vez. Aunque no puedo resistirme a comentar el último plano, ese tren que se mete en el túnel, con el que el obeso y obseso Hitchcock trató de liberar las tensiones que debía de sentir cada vez que grababa a sus rubias. Un detalle que pasó desapercibido a la censura, porque a los genios como Hitchcock, todos los censores del mundo juntos no le llegan a la suela del zapato. Me dice la Wikipedia que Hitchcock no consiguió permiso para grabar ni dentro del edificio de la ONU, ni en el Monte Rushmore. Así y todo, ahí están. Porque el lastre bobo y comodón de la burocracia también es incapaz de abatir ni un solo centímetro el vuelo creativo de los profesionales de verdad.

El antagonista de Cary Grant en esta película fue James Mason, a quien yo recuerdo especialmente no en el cine, sino en la tele; en una serie de Miedo, con mayúsculas, basada en una novela de Stephen King: El misterio de Salem’s Lot. En años posteriores se hicieron otras versiones, pero ninguna de ellas provocó el terror de los vampiros de la primera entrega, la de David Soul, el rubio de Starsky & Hutch. La secuencia del pequeño vampiro tocando con la uña la ventana de la habitación en la que estaba durmiendo su hermano, en un primer piso, sigue dándome escalofríos, tanto tiempo después.

Otra película basada en una novela de King: El resplandor, con el escalofriante Jack Nicholson haciendo de zumbao. Se ha convertido en un tópico hablar del doblaje, tópico al que me sumo, diciendo que los dobladores hicieron todo lo posible por estropear la película, aunque afortunadamente no lo consiguieron. Las dos gemelitas cogidas de la mano me siguen provocando una inquietud, incluso ahora, sentado en el sillón delante de mi ordenador, en la calidez de una casa que se prepara para la cena. Actores secundarios impresionantes, como el señor Hallorann, el cocinero negro -Scatman Crothers-, o el barman, Lloyd -Joe Turkel-. Por cierto, que muchos años después de ver la peli compré la novela temiéndome lo peor. Soy un lector compulsivo de King, pero pensaba que Kubrick y Nicholson habrían elevado tanto el listón, que la narración se quedaría corta. Me equivoqué. Si han visto la película pero no conocen la novela, traten de comprarla o búsquenla en la biblioteca. Conocerán una historia muy diferente.

Ya que hemos hablado de películas de miedo, ahí está Psicosis, otra obra maestra de Alfred Hitchcock. La primera vez que la vi fue en gallego, en una de las emisiones de la TVG, durante mis vacaciones de verano. La estaban viendo mis abuelos, quejándose por que hubieran hecho hablar a los personajes en otra lengua –Hitchcock en castellano también era un artificio, en Hollywood aún no se hablaba castellano porque Antonio Banderas y Andy García aún estaban por llegar, pero de eso mis abuelos no se daban cuenta-. Por desgracia, cuando mis padres y yo volvimos de la playa, la película estaba terminando, de manera que la primera escena de Psicosis que llegué a ver fue ésa, cuando la hermana de Marion entra en la bodega y agarra del hombro a la madre de Norman Bates…

Da igual. Años más tarde la vi desde el principio, y la tensión no disminuyó ni un segundo. Genial Anthony Perkins. Y qué decir de su tiránica madre. Cuando los atentados terroristas del 11-S, Perkins, que llevaba diez años muerto, volvió a ocupar las páginas de los periódicos, porque resulta que su viuda fue uno de los infortunados pasajeros del avión que se estrelló contra una de las Torres Gemelas. Un grado de terror que Hitchcock jamás habría sido capaz de imaginar, porque los villanos que él dirigía tenían, al menos, alguna razón lógica para actuar.

Pero volvamos a Psicosis, al horror con causa. Hemos mencionado a la hermana de Janet Leigh; en la ficción hitchcockiana, ese papel lo representó Vera Miles. Hasta este preciso momento -ya les advertí de que, si quieren aprender algo de cine, vale más que salgan de aquí corriendo-, durante mucho tiempo creí que la rubia de la ducha era hermana de aquella morenaza de armas tomar, a la que los corsés del Profundo Sur le venían tan apretados como aquéllos en los que le quería embutir su mammy negra: Vivien Leigh, la señorita Escarlata de Lo que el viento se llevó. En mi infancia, su proyección en TVE fue otro acontecimiento que buena parte de España vivió con expectación. Recordemos una vez más los no tan lejanos años ochenta: no había televisiones privadas, ni autonómicas, y el vídeo era un refinamiento para bolsillos solventes. Cuando salía alguna película nueva, la gente iba a toda prisa al cine, no a Internet. ¡Si la mayoría de los televisores ni siquiera tenían mando a distancia! Para eso estábamos los niños, para poner la Primera o el UHF según la decisión, inapelable, de nuestros padres.

Lo que el viento se llevó es una película de referencia, sobre la que seguramente ustedes sabrán muchísimo más que yo -lo que no es difícil-, ya que sólo la he visto una vez, y de niño. El resto ya son tópicos, el nunca más volveré a pasar hambre, el francamente querida me importa un bledo, y tal y cual. Pero de Vivien Leigh me impactó mucho más otra película, El puente de Waterloo. La Leigh se enamora de un soldado, éste se va a la guerra, la mujer se cree que ha muerto en combate y se hace prostituta. Eso es lo que yo recuerdo. Luego, un día en que ella está en el andén de la estación, esperando a los clientes, ve aparecer al soldado. Su compromiso sigue adelante... hasta que ella le confiesa a la familia de él que no se pueden casar porque ella ha sido prostituta. El resto de la película me sorprendió entonces: la familia del soldado se porta de manera comprensiva y están de acuerdo en que rompa el compromiso sin decir nada. Cuando vi cómo acababa la película me quedé perplejo de que nos vendiesen aquello como "comprensión", y la absurda y destructiva confesión de la Leigh como "rasgo de nobleza". Se ve que no soy tan anticuado como a veces me jacto de ser, porque para mí lo normal es que la Leigh se hubiera callado como una puta, y todos felices. Pero, claro: eran otros tiempos. También me acuerdo de la música triste de El lago de los cisnes que acompañaba buena parte del film. Ah, veo en Internet que el soldado lo interpretó Robert Taylor y que, en la vida real, la Leigh morena estuvo casada durante muchos años con sir Laurence Olivier. A quienes me van a permitir que me deje en el tintero, por el momento.

Otro detalle que recuerdo de Lo que el viento se llevó es la alusión que hace Vivien Leigh a las orejas de soplillo de Clark Gable. Por la zona de Valencia, a esas orejas las llamamos pàmpols, o forelles. Me pareció sorprendente que Escarlata -la señorita Escarlata, perdón- se burlase de un rasgo que no pertenecía al aventurero Rhett Butler, sino al actor Clark Gable.

Si ustedes, queridos lectores, me sacan unos cuantos años, recordarán a la perfección otra de las joyas de Gable, Mogambo. Y añadirán que la censura franquista quiso sacarnos a los españoles de la sartén para meternos de cabeza en las brasas, porque en la versión original Clark Gable está enrollado con Ava Gardner, pero aparece Grace Kelly con su marido y se enamora de Gable. Para que eso no oliera a adulterio, la censura, siempre tan inteligente, transformó al marido de la Kelly en su hermano. Lo que convirtió los lógicos ataques de cuernos de éste en una verdadera pasión incestuosa. Algo así, imagínense mi pasmo adolescente al darme cuenta de que mis padres, unos ancianos de cuarenta años, sabían lo que era el sexo. En fin, les confesaré que yo, de haber podido, habría cometido incesto, o adulterio, con Ava Gardner y con Grace Kelly, a ser posible al mismo tiempo. Y me van a perdonar.

Añadiré que mi querida abuela Pepucha, que en paz descanse, tenía un vecino allá, en su aldea, con el que se llevaba a matar. El Compadre -quién le iba a decir al Compadre que un día iba a formar parte del ciberespacio-. Un día, hace ni se sabe cuánto tiempo, la mujer de este vecino -la Comadre- le comentó: Pues mira, Pepucha, que a mi marido le da asco Ava Gardner. La respuesta fulminante de mi abuela: ¿Le da asco Ava Gardner? ¿A tu marido? ¡Bueno, mujer, bueno! ¡Quién se la diera muerta de quince días!

De Grace Kelly hablaremos después. Antes quiero mencionar otra película de Ava Gardner, Magnolia. La peli me legó su banda sonora -Old Man River-, que aún hoy suelo tararear cuando voy en el coche, con las ventanillas subidas para que haya más resonancia. Lo que más recuerdo es que, en ella, la Gardner hacía de negra, o de mulata. Me imagino que convenientemente maquillada, porque de morenaza a mulata hay un hermoso paso. La cuestión es que el protagonista estaba enamorado de Ava Gardner, pero al final regresa junto a su esposa, quien se sacrifica sabiendo que su amor es imposible, porque al fin y al cabo la Gardner es medio negra. Un argumento que hoy en día nos parece surrealista. Afortunadamente.

Ah, y otra película de la Gardner, Cincuenta y cinco días en Pekín, que me fascinó por la sencilla razón de que en ella salía el embajador de España, con su banda rojigualda y todo. No sospechaba que en Hollywood pudiesen estar al tanto de la existencia de mi modesto y gran país. Luego vi Por quién doblan las campanas, con Ingrid Bergman y Gary Cooper, que narra precisamente los acontecimientos que provocaron que luego, durante cuarenta años, mi país se quedase tan aislado del resto del mundo.

(Continuará...)

domingo, 28 de junio de 2009

Será por raíces

Hay gente que nace, pasa la vida y muere en un mismo lugar. Nuestra sociedad ya no permite hazañas como morir a los noventa años en la cama en la que tus padres te engendraron, aunque algún caso queda entre los ancianos, pero hay gente de treinta, cuarenta años, que ha hecho su vida en el mismo pueblo. Colegio, instituto, una pausa en la universidad de la ciudad más cercana, luego un trabajo en la misma comarca, la casa no demasiado lejos de la de los padres y los suegros, el colegio de los hijos...

Es una opción.

A mí no me ha pasado eso. Mi mujer y yo no tenemos raíces sólidas en ningún lugar, pero a cambio tenemos innumerables zarcillos que nos permiten estar a gusto en media docena de lugares. Que en mi caso, y por el momento, son Valdoviño, Madrid, San Juan de Alicante, Barcelona, Valencia o Lorca. En cada uno de estos lugares he pasado buenos momentos, en todos mantengo uno o dos amigos, y por lo menos una cama en la que alojarme en caso de necesidad. Todos han tenido su etapa, y a todos los recuerdo con cariño.

Una de mis raíces más queridas es la de Galicia. Mi padre, mis abuelos y mis bisabuelos nacieron en Ferrol, que en otros tiempos fue una ciudad muy importante, gracias a los astilleros y a los militares. Una ciudad de aluvión, como tantas otras. Entre mis antepasados ferrolanos, además de gallegos de pura cepa, hay dos valencianos, dos vascos, una cántabra... que se sumaron a los madrileños, segovianos y alcarreños de mi familia materna... a los que luego mis padres añadieron mi crianza en Alicante... un batiburrillo al que luego yo he ido añadiendo mis propias decisiones.

Y luego multiplicadlo por dos, ya que mi mujer también proviene de mestizos: gallegos, madrileños, un abuelo portugués, una temporada en Cádiz, otra en Valencia, otra en Tarragona... vamos, que cuando nos preguntan de dónde somos, yo a veces me defino como nacido en Madrid, otras veces digo que me he criado en Alicante, otras que mi familia es gallega... en fin, que ando por España con media docena de pasaportes, como James Bond.

La abuela de mi mujer vive muy cerca de esa maravilla natural que es la Playa de las Catedrales, en la costa de Lugo. He querido aprovechar para colgar una foto de ese personaje que nos acompaña en nuestras aventuras, y que ya tardaba en salir. Flat Eric, ese mono amarillo que también tiene su propia biografía, desde que mi esposa lo comprase por un euro en un mercadillo de segunda mano en Tarragona. Ahora afirma que es Abogado y Conductor de maquinaria pesada. Es un borracho y un putero, pero al final le hemos cogido cierto cariño... aquí le tenemos, disfrutando de unas merecidas vacaciones después de un año entero dando por saco.





Estos otros acantilados ya tienen menos gracia, aunque son realmente bonitos. Están en una de las parroquias de Valdoviño, donde mi familia estuvo instalada entre el siglo XIX y el año pasado, cuando tuve que vaciar la casa de mi difunta abuela con gran dolor de mi corazón. Pero las cuentas no cuadraban, la casa estaba alquilada... en fin, tener una casa propia en mi aldea hoy por hoy es una utopía. Queda pendiente para el futuro...


Y las rías, fenómenos típicos de Galicia. La fuerza de las mareas convierte los últimos tramos de los ríos en tierra de nadie, donde hay bahías o cenagales dependiendo del momento del día. Un fenómeno que sólo tiene equivalente en los fiordos escandinavos, tramos finales de glaciares compartidos con el mar. Ésta es la ría de Cerdido, un pueblo ubicado al norte de Valdoviño.



sábado, 27 de junio de 2009

El difunto Campomanes

Verán: desde hace varios años, siento que tengo la obligación moral de pregonar que existió un hombre que se llamó Francisco Fernández Campomanes. No lo busquen en el Google: porque está, pero se trata de otra persona. El que recuerdan las hemerotecas, y tal vez alguna enciclopedia amante de la letra pequeña, fue un reformista que falleció en las primeras décadas del siglo XIX. El difunto Campomanes al que yo me refiero fue un hombre perfectamente anónimo, del que sólo sé -y sabrán ustedes, ahora que voy a cumplir mi promesa- tres cosas: que nació en el norte de España, creo recordar que en Cantabria; que se murió allá por el mil ochocientos ochenta y tantos; y que su tumba en el cementerio madrileño de San Isidro fue vaciada una primavera del año 2005... o tal vez 2006.

El cementerio de la Sacramental de San Isidro y San Justo es uno de los lugares que me gusta visitar cuando voy a Madrid. Después de una moderna zona de nichos, se abre un arco que da a la parte antigua. Imagínense el claustro de un monasterio de dimensiones gigantescas. En el centro hay un laberinto de setos, tumbas y panteones. Allí yace buena parte de la Historia de España del siglo pasado, los hijos de quienes se alzaron contra los mamelucos. Recuerdo ahora el panteón de los Maura, las tumbas de los Primo de Rivera, la sepultura colectiva donde está el romántico Larra, y el sepulcro del no menos romántico, pero mucho menos conocido -o desconocido del todo- Javier de Istúriz, Jefe de Gobierno que fue en la Regencia de María Cristina de Borbón. De Istúriz se ha dicho que durante toda su vida sintió un amor desenfrenado y no correspondido por la guapa y regordeta Reina Gobernadora; amor que le hizo morir virgen a la avanzada edad de ochenta años, habiendo sacrificado sus pasiones a aquel sentimiento insuperable.

Gente interesante, como vemos, la que alfombra el cuadro central del cementerio. ¿Y en la periferia? Pues el gigantesco cuadrado que rodea verjas, mármoles y bronces alberga los cuerpos de aquellos que no tuvieron tanta suerte, es decir, tanto dinero. Imaginemos un pasillo alto y estrecho, abierto en el lado derecho por unos arcos, cerrado en el izquierdo por una serie inacabable de filas de nichos, de seis pisos de altura, techado todo por unas vigas de madera que sostienen a duras penas unas tejas a punto de caerse. En ese macabro peristilo, el visitante que haya leído algo sobre nuestros mayores puede diferenciar, de tarde en tarde, el nombre y apellidos de quienes manejaron los hilos de la España de las últimas colonias.

En una de las esquinas, a ras de cielo, escondida de la vista por su altura y por una tupida red de polvo y telarañas, yace Cos-Gayón, la mano derecha de don Antonio Cánovas. Cualquier día la tumba se viene abajo. Más allá, otro de los ministros de la Restauración, don Pedro Nolasco Aurioles, que no fue tan notorio, pero cuyo apellido siempre me ha gustado repetir por una tontería, por eso de tener cinco vocales. Una razón tan caprichosa como cualquier otra. Un poco más alejado, tumbado a ras de suelo, el pariente de don Antonio, Serafín Estévanez "el Solitario", hace perpetuo honor a su sobrenombre -usurpado en nuestros días, ahora que lo pienso, por un personaje de nuestra eterna España negra-. Doblando una esquina, pegado a unos escalones, unas letras prácticamente borradas marcan la tumba de don Luis González Brabo, nada menos que el último Jefe de Gobierno de Isabel II y la causa inmediata del exilio de los Borbones. Un hombre polémico, clave en la España de su tiempo, que en otro país habría merecido por lo menos una lápida limpia. Claro que no nos extrañemos de este abandono, porque unos nichos más arriba yace Pepita Tudó, amante esposa -o amante y esposa- de don Manuel de Godoy, el hombre fuerte del reinado de Carlos IV, cuya ambición hizo posible la entrada en España de las tropas de Napoleón, felizmente atacadas la jornada del Dos de Mayo en Madrid...

En otra de las hileras, rodeado de difuntos que ya son del siglo XXI, encontramos un Borbón. Y Borbón. El infante don Enrique, cuñado de Isabel II, que fue muerto a pistola allá por 1870, a manos de su concuñado Montpensier. Por ser él quien fue, aunque no se le concedió el honor de ser sepultado en El Escorial, su tumba ha sobrevivido a las de sus vecinos anónimos, repetidamente vaciadas, convirtiéndose en un entrañable anacronismo. Arriba, abajo y a los lados se han sucedido una o dos generaciones de difuntos, y don Enrique sigue ahí quieto, con su jubón, su casaca y su cabeza empolvada. Y de nuevo volvemos al difunto Campomanes.

Siento la obligación, y con estas palabras cumplo lo prometido, de explicar que hace cuatro o cinco años, una mañana que estaba recorriendo el cementerio de la Sacramental de San Isidro y San Justo de Madrid, llegué a una zona especialmente apartada del camposanto. El sector estaba en obras, por todas partes había sacos, vallas y carretillas. Pero era sábado o domingo, y por allí no había más albañiles que los que estaban esperando el Día del Juicio emparedados por sus colegas con más fortuna. El extremo de una de las galerías de nichos estaba siendo saneado; es decir, que había llegado el momento del desalojo para varias decenas de muertos de antaño. Al día siguiente, o dos días después, unos albañiles, piqueta en mano, iban a echar abajo los adoquines que habían dejado a un lado la España de los Alfonsos, al otro la Historia en movimiento. Manos enguantadas, con algún ducados humeante y el móvil al alcance de la mano, iban a arrastrar las últimas tablas de los ataúdes, sacando a la luz del siglo XXI los restos maltrechos de las jóvenes parturientas, los caballeretes heridos en los duelos clandestinos, los muertos de difteria, tisis o cólico miserere, los ex ministros sagastacanovistas. Paseé por delante de aquellas tumbas a las que quedaban tan pocas horas de vida. Hoy aún eran un recuerdo del pasado, con sus nombres, apellidos, edades y epitafios. Una doliente esposa, un angelito celestial, un probo funcionario... mañana, todos aquellos recuerdos iban a ser metidos en sacos terreros e incinerados, desapareciendo para siempre.

Seguí mi paseo, sintiendo el vacío que nos queda cuando se va una persona, cualquier persona; la memoria que se borra, la biblioteca que desaparece cuando se muere un anciano, las historias de las que, como mucho, nos queda un eco cada vez más lejano. Mi abuela Pepucha, que el mes pasado habría cumplido noventa y dos años, aún recordaba cuando a las puertas de Ferrol había una aduana en la que había que pesar las verduras que traían de la aldea, para pagar una tasa. Ella se acordaba, siendo muy niña, de su abuelo Alejo Bergantiños -quién le iba a decir que acabaría en Internet-, un señor muy viejecito que tenía ciento seis años, lo que le hacía contemporáneo del propio Fernando VII, de María Cristina y de Istúriz. Mi abuela se acordaba muy fugazmente de aquel señor... y ahora que ella ha desaparecido, ¿qué me queda a mí del abuelo Alejo? No sé si me entienden lo que les estoy contando. Al final de aquel pasillo del cementerio, en la primera tumba que iban a vaciar, un hombre que se llamó Francisco Fernández Campomanes estaba pasando su última noche entre los vivos. Al día siguiente, en aquel agujero ya no habría nada. Como si jamás hubiera existido. Por eso en el último momento retuve aquel nombre y me prometí que lo daría a conocer. Porque llegará un momento en que tampoco sabrá nadie que nosotros hemos existido.

Envenenados

Tras una dura investigación, he conseguido la transcripción secreta de la conversación que mantuvieron en fechas recientes dos destacados dirigentes de la banda mafiosa ETA, después del fracaso del intento de matar al magistrado Baltasar Garzón metiéndole veneno en una botella de coñac.

No me ha hecho falta traducirla del euskera, ya que, de los dos asesinos, el uno es hijo de una medio gallega y de un señor de Burgos, y el otro no ha hablado en vasco en toda su vida. De manera que la ofrezco en su versión original, para que todos podamos comprender, de primera mano, la realidad de esta banda. Aunque no sé si tendremos los suficientes conocimientos de Veterinaria...


- Hallo?
- ¿Iñaki?

- Sí, buenos días, soy Ignacio, dígame...
- Iñaki, soy yo, el gudari Filemontxu, te llamo desde Euskal Herría.

- ¡Ah, coño, Euskal Herría, pues egunón eta aurrera boile!
- Lo mismo te deseo, camarada.

- Filemontxu, contigo quería yo hablar... ¡que me tienes contento!
- No me digas eso, Iñaki.

- Hay que currárselo más, Filemontxu. Así no se libera Euskal Herría.
- Si me lo he currado mucho, Iñaki. La idea del coñac envenenado era buena.

- No me vengas con cuentos, Filemontxu. Para atentados buenos, aquéllos que me curraba yo en los años ochenta. Comprabas todo el explosivo que podías, con el impuesto revolucionario o con la pasta que te daban los de Herri Batasuna...
- Si es que eso ya no se puede, que la maldita Ley de Partidos nos ha ilegalizado. Ya no podemos salir concejales, ni formar parte del Parlamento Vasco en la comisión de Derechos Humanos, como el compañero Josu Ternera.

- No me hables de Josu, que cada vez que me llama me pone la cabeza como una bomba, digo, como un bombo, diciéndome que a qué espero para pintarme la cara de azul y ponerme a liberar Irlanda Herría. Pero yo ya le he dicho mil veces que no puedo, que si me pilla mi Irati cogiéndole la sombra de ojos, me pega un guantazo que me deja temblando.
- Es lo malo que tiene estar casado, que acabas compartiendo los problemas. Y si no, que se lo digan a Ascensión García.

- ¿A quién?
- ¿No te acuerdas de ella?

- Pues la verdad es que ahora mismo... hazte cargo, ¡he matado a tantos!
- Sí, hombre, la mujer de aquel concejal de Sevilla, Alberto Jiménez Becerril. Salió a dar un paseo con su marido, y, claro, les pegamos un tiro en la nuca a los dos. Por eso comprendo que tu Irati se te cabree.

- Se cabrea, se cabrea, y luego me toca dormir en el sofá. Pero son sacrificios que asumo por el bien de Euskal Herría.
- Tú, porque eres muy modesto, Iñaki, pero por sacrificios menores hay compañeros que ya tienen una calle dedicada en Hernani o Rentería.

- Joder, pues mira en Igorre, que querían hacer pregonero de las fiestas a Guillermo Marañón, que acaba de salir de la cárcel después de haber tratado de matar a Juan María Atutxa en cinco ocasiones.
- Olé por los de Igorre. Si lo llega a intentar en siete, a lo mejor le hacen alcalde.

- No digas olé, Filemontxu, que es una imposición española.
- Lo siento, Iñaki. Quería decir aurrera.

- Aunque mejor no hablemos de los de Igorre, que precisamente ayer consulté su página web, y, ¿sabes qué es lo que dicen?
- Pues no...

- En Igorre son poco más de 4.000 personas. En la web reconocen que, a diferencia de la tendencia existente en el resto de la provincia de Vizcaya, ellos son un municipio que está creciendo de continuo. Mira, que te leo: hay una versión en euskera, pero yo lo tengo un poco oxidado por culpa de los años de cárcel que me impusieron los invasores españoles, aparte que mamá nació en el Tetuán español. Dicen que en Igorre "el crecimiento máximo se dio en la década de los 60 (33%) y 70 (28%), coincidiendo con la inmigración de municipios cercanos y de otras regiones, en especial de Andalucía, atraída por la actividad industrial". ¡Manda carallo!
- Eso no es euskera, camarada.

- Ya, pero es que, por culpa de la imposición española, nuestra cultura pentamilenaria ha sido incapaz de alumbrar una expresión equivalente al manda carallo con el que mis padres en casa remataban todos sus razonamientos. Pero no sólo es eso, sino que en otro rincón reconocen que fueron conquistados por los romanos. ¡Y luego quieren alardear de euskaldunes haciendo pregonero de las fiestas al compañero Txiki!
- ¿A quién?

- A Guillermo Marañón, hombre. Pero vamos a olvidarnos de Igorre, que me tienen contento. Han aceptado una oficina del Inem, el Instituto Nacional de Empleo de los españoles, y también tienen estafeta de Correos. Incluso una tesorería de la Seguridad Social.
- Pues no les ha sentado tan mal ser una parte de España...

- ¿Cómo dices, Filemontxu? Te oigo entrecortado.
- Que es una vergüenza el grado de dominación que han conseguido los maketos.

- No me tires de la lengua, no me tires de la lengua... Y no te vayas por los cerros de Úbeda, digo, de Ordizia.
- Ordizia, un pueblo precioso. Estuve allí hace unos años, cuando todavía se llamaba Villafranca de Ordicia.

- Como siempre, las imposiciones españolas, robándonos nuestra historia.
- Ya lo creo. En este caso, de Alfonso X el Sabio, que la bautizó así en el siglo XIII, cuando le otorgó el Fuero de Vitoria. Pero luego la razón se impuso y el lehendakari Garaikoetxea, que entonces se apellidaba Garaicoechea, se cepilló el "Villafranca", con sus setecientos años de historia, de un plumazo.

- Ordizia, cuna de nobles luchadores por la Patria Vasca.
- Ya lo creo, Iñaki; de allí era Yoyes.

- Aquella traidora que dijo que la ETA había dejado de ser una organización revolucionaria, y que éramos nosotros quienes le estábamos metiendo el miedo en el cuerpo a los vascos. A Yoyes amenacé yo mismo con pegarle un tiro, pero al final se me adelantó el compañero Kubati. La muy traidora estaba paseando por las fiestas de su pueblo, junto con su hijo de tres años, cuando nos la cargamos a tiros.
- Paseando con su hijo; ¡qué poca vergüenza!

- Una provocación. Por cierto, que cuando el pleno del Ayuntamiento de Ordizia decidió suspender las fiestas por la muerte de Yoyes, su propio hermano, que era concejal por Herri Batasuna, se negó a condenar el atentado.
- ¡Y que a ese patriota aún no le hayan dedicado una avenida!

- Se lo merece más que Kubati, que acabó diciendo que el miedo le impedía criticar abiertamente a la ETA.
- Lo mismo que Yoyes.

- Son los españoles, que les lavan el cerebro.
- A ti no te lo han lavado, Iñaki, tú sigues pensando en matar, y eso que te has pasado dieciocho años en la cárcel.

- Dieciocho años de cárcel, por matar a veinticinco personas. Es que estos españoles, además de imperialistas, son bobos. En cualquier otro país, por una sola de estas muertes me habrían aplicado la perpetua. Por lo menos. Por eso llevamos cuarenta años matando en España, y no en Francia...


(La conversación se interrumpe unos segundos, durante los que sólo se escuchan unas carcajadas. Después se escucha a Iñaki pidiendo a gritos una botella de champán, alejado del auricular, y luego el diálogo continúa.)


- Te decía, Filemontxu, que me tienes muy descontento.
- Que no me digas eso, Iñaki, que me duele.

- Pero, ¿cómo se te ocurre tratar de matar al juez Garzón poniéndole veneno en una botella de coñac?
- La idea era muy original. Hace años tratamos de matar al periodista Carlos Herrera metiendo una bomba en una caja de puros.

- Eso era más viril, más de chicarrón del Norte, más gudari... pero el veneno es cosa de nenas.
- El coñac me costó mucho comprarlo, ¿eh? Desde que nos lo han ilegalizado todo, cada vez es más difícil trincar la pasta, es decir, percibir el impuesto revolucionario. Estuvimos a punto de comprar una botella de vino tinto.

- Por motivos simbólicos, claro, porque al fin y al cabo el coñac es una bebida francesa, mientras que el tintorro es típicamente español...
- No, coño, porque el coñac cuesta una pasta.

- No te falta razón, Filemontxu. Hay que ahorrar, que luego nuestras pobres novias tienen que venir a vernos a la cárcel en autobuses de línea. Qué menos que un taxi para cada una...
- ¡Eso! Y que el viaje se financie con los impuestos de todos los vascos, como hacía nuestro amigo Ibarretxe hasta que los propios vascos lo echaron a la calle.

- Esas malditas urnas, siempre acogotando al pueblo vasco. Son nuestras principales enemigas, junto con los contenedores y las cabinas telefónicas.
- Te olvidas de los buzones, Iñaki; esos símbolos del imperialismo español.

- Malditos buzones... Escúchame, Filemontxu; y, ¿qué tipo de veneno ibais a utilizar?
- Bueno, pues por desgracia nuestro gran Sabino...

- Alabado sea siempre por los siglos de los siglos aurrera boile amén.
- Amén, Iñaki, amén. Pues por desgracia nuestro gran Sabino no escribió nada acerca de los venenos. ¡Líbreme el Señor de criticarle! Bastante liado estaba inventándose nuestra lengua, nuestra bandera y nuestra historia pentamilenaria, allá por el 1890... Sin duda cuando decía que la raza española era inferior a la nuestra, ya estaba pensando en alguna manera de erradicarla... sólo que en aquellos tiempos los venenos no estaban muy de moda. Como mucho, ya se empezaba a sospechar que el gas...

- Pero, ¿qué veneno ibais a usar, Filemontxu? Y date prisa, que ya es casi la hora de la comida, e Irati se mosquea si no pongo la mesa...
- La verdad es que teníamos pensado un compuesto que nunca falla: íbamos a coger un libro, de ésos que tienen letras, íbamos a arrancar un par de páginas y las íbamos a echar dentro del coñac, bien machacadas.

- ¡¡Un libro!!
- La idea era buena, ¿verdad?

- Es lo mejor que he oído en mis treinta años en el mundo de la delincuencia, digo, de la liberación nacional. Con lo dañinos que son los libros... Al compañero Txapote una vez le cayó una Constitución en la cabeza, y todavía se despierta de vez en cuando gritando de terror, porque le dio tiempo a leer dos frases seguidas.
- Oye, Iñaki... ¿es verdad eso que dicen que tu padre era un teniente falangista nacido en Burgos, tu madre hija de un militar destinado en Tetuán, que tú fuiste condecorado mientras hacías la mili y que llegaste a ser ertzaina?

- Bueno, pues sí, precisamente me acerqué al nacionalismo porque no quería ser igual que mi padre.
- ¿No querías ser español, como él?

- Mi padre era médico; yo lo que no quería era dar vida, yo prefería quitarla.
- Iñaki, yo no sé qué pagaría por una foto tuya con la cabeza rapada y el uniforme del Ejército, besando la bandera española.

- Bueno... pero te diré que, cuando besaba la bandera, me imaginaba que estaba besando al gran Sabino. También pensaba que, después de acabar la mili, me iba a tocar volverme a Legazpia a currar en la acería en la que mi padre trabajaba de médico... mientras que entrando en la ETA iba a tener comida y casa gratis.
- Por culpa de los españoles.

- Ya lo creo. La culpa siempre es de los demás. Bueno, Filemontxu, te dejo, que acaba de entrar Irati por la puerta. Qué sofocada viene esta chica siempre. Y cómo se le arruga la ropa; debe de ser del clima.
- Bueno, Iñaki; estamos en contacto. Ya que el veneno ha salido mal, seguiremos pensando en alguna otra manera original de asesinar. Te daré una pista: condones.

- ¡Como sois los jóvenes!
- Todo por Euskal Herría, Iñaki.

- ¡Arriba Euskadi!
- ¡Arriba!

La comarca del Guadalentín

Lorca tiene lugares muy bonitos, pero sus vecinos no se quedan atrás.

Águilas es un municipio pesquero, con raíces muy antiguas, pero con un trazado actual, diseñado por el conde de Aranda en los tiempos de la Ilustración, a partir del castillo de San Juan de las Äguilas. Ha destacado por su minería -desaparecida- y por la pesca -en decadencia-. Cuenta con uno de los Carnavales más vistosos de España, y posiblemente del mundo, declarado Bien de Interés Turístico Nacional.


















Otro municipio costero es Mazarrón, donde desemboca el río Guadalentín. Fue zona de explotaciones mineras entre la época romana y el siglo XIX, lo que ha dejado paisajes espectaculares, casi extraterrestres. En la actualidad destaca por sus playas. Cuenta con un paraje único, las Erosiones de Bolnuevo, unas rocas redondeadas por la erosión de las olas durante millones de años, que han sido declaradas Monumento Natural.



La Ciudad del Sol... de noche


Hace más de dos años, el destino me llevó a vivir a Lorca, una hermosa ciudad murciana en la frontera con Andalucía, cabecera de la comarca del Guadalentín. Su término municipal es el segundo en extensión de toda España, después del de Cáceres. Otro de sus récords es el ser el municipio español con más horas de sol al año, lo que le ha dado su sobrenombre de "la Ciudad del Sol".

Lorca tiene cerca de cuarenta pedanías; algunas son lugares costeros, destino turístico playero como Ramonete o Puntas de Calnegre. Desde ellas, recorriendo noventa (!!) kilómetros hacia el interior, y sin salir nunca de Lorca, llegaríamos a las llamadas "Tierras Altas", pedanías de montaña como Coy, Avilés o Doña Inés, que algunos inviernos, como el pasado, se quedan aisladas por la nieve. Entremedias, toda la riqueza de la huerta murciana (Purias, Tercia, La Hoya), y un casco urbano presidido por el castillo, con su Torre Alfonsina (erigida por Alfonso X el Sabio en el siglo XIII) y sus palacios medievales.

Además de agricultura, Lorca tiene una de las cabañas porcinas más importantes de España, y un sector industrial en cierta decadencia, por culpa de la maldita crisis, presidido por el tratamiento de curtidos. Como compensación, está emergiendo con fuerza el sector de los huertos solares, algo lógico en una ciudad con más de 3.000 horas de sol al año.

Confesaré que el nombre de este blog, Brocolandia, hace referencia a que vivo en tierra de brócolis, que es uno de los cultivos más abundantes en esta comarca.

Qué difícil es...





No me resisto al tópico: qué difícil es hacer el amor en un Simca 1000... aunque mucho más difícil es encontrárselos por la calle.

Hacía muchísimo tiempo que no veía uno en funcionamiento. Otros supervivientes de los setenta han conseguido cambiar de siglo sobre sus cuatro ruedas. Los R-6 siguen frecuentando las carreteras de los pueblos, al igual que los Seat 127, los 131 o los Dyane 6. Más difíciles de encontrar son el Seat 133, el 850 ó el 132. Pero los Simca 1000 prácticamente han desaparecido del mapa.

Éste, bien cuidado y reluciente, estaba felizmente aparcado delante de una tienda, mientras que sus dueños -un matrimonio sesentón- hacía sus compras. Da gusto encontrarse con reliquias como ésta de vez en cuando.

El material del que están hechos los sueños (I)

El otro día Sara, mi mujer, me enseñó entusiasmada una película que había descargado, digo comprado por Internet. Como era de esperar, no se acordaba de cómo se llamaba -mi esposa es muy lista, pero a veces tiene problemas incluso en recordar mi propio nombre-. Le pedí alguna pista, y me contó que se trataba de una película antigua, protagonizada por una actriz guapísima, muy elegante y que hacía reír, pero de una manera muy inteligente. Pasé revista a mis modestísimos recuerdos del cine. No era Elsa Pataki. Tampoco Alyssa Milano. Para llegar más lejos tenía que dejar el periódico y hacer un esfuerzo mental. Cosa que me daba algo de pereza, porque era feliz leyendo cómo a los vascos de pata negra les había llegado su San Martín, políticamente hablando. Ya saben, el lehendakari Patxi López pretende quitarle la pasta para excursiones a las familias de los etarras, obligar a que la televisión pública vasca muestre la previsión del tiempo en Cantabria y Burgos, donde trabajan o veranean muchos vascos, en vez de en los territorios del sur de Francia, donde ya no queda nadie que sepa euskera. Cosas así propios de españoles invasores, aunque el López de don Patxi sea más vasco que la madre gallega de Iñaki de Juana, que en paz descanse. La madre, digo.

- Yo qué sé qué actriz es, déjame que acabe el artículo, que dizque Iñaki Anasagasti propone que a Patxi López se le llame de manera oficial Presidente, en vez de la forma vasca Lehendakari, para dejar bien claro que para él López no es lehendakari de verdad. A pesar de que Patxi nació en la provincia de Vizcaya, y Anasagasti allá por Sudamérica.

- La actriz se pasa buena parte de la película diciendo que le gustaría desayunar en una tienda de diamantes, porque allí se siente muy a gusto.

Así fue como mi esposa descubrió a Audrey Hepburn, la semana pasada, a los veinticuatro años de edad. Yo tengo algunos más, estoy rozando los cuarenta: creo que pertenezco a la última generación que pudo disfrutar de los grandes actores de Hollywood, en las sesiones de cine que daba Televisión Española los sábados por la tarde, los fines de semana por la noche, y creo recordar que algún jueves, también por la noche. Sesiones a horas toleradas por el organismo humano, que empezaban a las nueve y terminaban a las once, lo que las hacía también aptas para que los niños las pudiéramos ver. Todos los jóvenes que nacimos a lo largo de los años setenta conocíamos perfectamente a John Wayne, Humphrey Bogart, Cary Grant o Gary Cooper, y sentíamos un cosquilleo especial cuando veíamos por la tele a Grace Kelly, Marilyn Monroe o Ava Gardner. Y las muchachas, viceversa, me imagino. El panteón de Hollywood nos era completamente familiar, aunque llegamos tarde para tener el privilegio de ver a sus dioses en la pantalla grande. Nosotros fuimos al cine con otra promoción posterior de actores, Robert de Niro, Al Pacino, Barbra Streisand, Tom Hanks, Sharon Stone... y pronto dejamos de ir a verles, porque fueron ellos los que vinieron a nuestra casa, primero de la mano del vídeo VHS que era patrimonio casi exclusivo de los padres, y luego en forma de DVDs y descargas, siempre pagadas, de Internet.

Hagan la prueba. Pregúntenle a cualquier persona menor de treinta años quiénes fueron Glenn Ford, Bette Davis, Greta Garbo o Sidney Poitier. O enséñenle alguna foto. Cuando era joven, en mi casa oía hablar con respeto y afecto de los actores que llenaron la juventud de mis abuelos: Hopalong Cassidy, Douglas Fairbanks Jr., Gloria Swanson, Mary Pickford... nombres que incluso sonaban a rancio. Recuerdo que me preguntaba, con un punto de escepticismo -mejor dicho, con la lamentable petulancia adolescente-, si eran tan buenos actores, por qué sus películas se habían olvidado. No serían tan buenos, cuando nunca salían por la tele.

¿Ustedes se acuerdan de la última vez en que cualquier televisión emitió una película de Fred Astaire, Peter Lorre o James Stewart?

Si me lo permiten, me gustaría dar un pequeño paseo con ustedes por aquellas calles de Hollywood en las que se horneaba el material del que están formados los sueños. En el horizonte se ven las letras gigantescas, de unos trece metros de alto, instalados en la década de 1880 por una promotora inmobiliaria: Hollywoodland, el territorio del bosque de acebos. El land se lo quitaron tiempo después, ya que la promotora quebró -lagarto, lagarto-. Desde la letra H se suicidó hace casi ochenta años una joven actriz fracasada, Peg Entwistle, cuyo fantasma dicen que se aparece de vez en cuando por los alrededores del cartel, acompañado de un olor a gardenias. Más atrás del cartel de Hollywood imaginemos el monte de la Paramount, con su orla de estrellas. En una cima paralela puede estar la estatua de Columbia, con su llama perpetua. En la cima de un valle remoto nos esperan los edificios oníricos de la 20th Century Fox, con sus reflectores alumbrando al infinito. Agachen la cabeza ahora, para que no les fulminen las ondas de radio de la antena en blanco y negro de la RKO. Pero no echen a correr, porque a la vuelta de esa esquina está al acecho el león de la Metro Goldwyn Mayers. Y tengan cuidado de dónde se detienen, porque el pegaso de Tristar está a punto de aterrizar después de darse una vuelta alrededor del parsimonioso planeta de la Universal...

Me gustaría empezar por un cumpleaños. Por esos azares del Destino, resulta que el lunes, 4 de mayo -fecha en el que comienzo estas letras-, Audrey Hepburn habría cumplido ochenta años. Y habría seguido siendo una mujer hermosa, una anciana con sonrisa de niña, osamenta elegante y andares seductores. Envuelta no en vestidos de Givenchy o de Mossimo, sino en los vaqueros desgastados que la reina de la elegancia lució en sus visitas al Tercer Mundo, como embajadora permanente en Unicef, entregando su dulce sonrisa para aplacar un poco el hambre permanente de millones de niños. Ya les comenté que hace poco mi mujer descubrió Desayuno con diamantes. De ahí pasamos a Charada, con Cary Grant y con un plantel de actores secundarios de lujo: James Coburn, George Kennedy y un Walter Matthau desempeñando un papel insospechado, que no quiero comentar por si entre nuestros lectores aún hay algún afortunado preparado para ver la película por vez primera.

Aún recuerdo la primera vez que vi My fair lady. Ojo, no me refiero a La fiera de mi niña -que a veces pensamos que es su título mal traducido-, de la que fue protagonista la otra Hepburn. Eran unas Navidades en casa de mis abuelos, en Galicia, hace cerca de veinticinco años. El lugar no importa en absoluto -me importa a mí, son recuerdos tan bonitos de mi infancia-; lo que merece ser destacado, creo, es el hecho de que una película haya podido marcarme hasta el punto de recordar el momento exacto en que la vi. De Sabrina recuerdo muy poco, tan sólo la curiosidad que me entró al ver a un tipo duro como Humphrey Bogart, nada menos, rendido a los pies de aquella dulzura pequeñita. En aquellos tiempos aún no era capaz de explicarme cómo una barra de hierro podía ser doblado por un pañuelo de seda.

La otra Hepburn, Katharine Hepburn. Segunda, pero sólo en el alfabeto y en estos párrafos. Otro tipo bien diferente de delgadez elegante -sus ángulos seductores frente a las pequeñas y rotundas curvas de Audrey-. Otra actriz como la copa de un pino. De todas sus películas, mi memoria recuerda ahora dos: En el estanque dorado, con un Henry Fonda que también había llegado a la cumbre de su carrera y de su vida, y con la hija de éste, Jane Fonda, haciendo precisamente de hija. Una conmovedora historia de amor entre dos ancianos, llena de ternura y de humor. Recuerdo especialmente el diálogo entre Henry Fonda y un niño, quizás su nieto: ¡Pero qué viejo eres!, dice el zagal. La respuesta inmediata: Pues si conocieras a mi abuelo... Y El león en invierno, en el que hacía de reina de no sé qué país -no lo voy a consultar todo en la Wikipedia-, junto a Peter O'Toole. De esta película recuerdo especialmente la escena en que los Reyes tratan de lavarse la cara en la jofaina de su habitación, y para ello antes tienen que romper el hielo de la palangana. Así, no me extraña que la peste negra anduviera entre chabolas y palacios como Pedro (Botero) por su casa.

Katharine Hepburn, mujer del siglo XXI, digna de haber dirigido una empresa o un país, aunque le tocaran tiempos duros. Para empezar, se pasó buena parte de su vida viviendo con un hombre que no se podía divorciar, porque era católico practicante: Spencer Tracy. Como un símbolo de los prejuicios de su tiempo, he ahí Adivina quién viene a cenar esta noche, en la que el matrimonio ve horrorizado que su hijita se va a casar con un negro, representado por Sidney Poitier, el hermano mayor -en el arte- de otro negro majestuoso y digno, Denzel Washington. Ojo, que a estos dos titanes les habría puesto el trasero al rojo vivo, a la primera de cambio, la Mammy, Hattie McDaniel -ya saben: Zeñorita Ecalaaata-, que fue la primera actriz negra en recibir un Oscar. Por cierto, que Adivina quien viene... retó a lo políticamente correcto, presentando a la madre del médico negro igual de escandalizada por el atrevimiento de su hijo de casarse con una mujer de raza blanca.

Spencer Tracy. Duro como una muralla de mármol. Tanto, que las pasó canutas interpretando Capitanes intrépidos con el niño repipi Freddie Bartholomew, porque le daba vergüenza tener que arrullarle con aquello de Ay, mi pescadito, deja de llorar, o lo del tuerto muy despierto que tenía el ojo abierto. No era para menos. Recuerdo la secuencia más dura, la de Tracy atrapado por unas redes, pidiéndole a sus compañeros que soltasen el último cabo para que se pudiera hundir a gusto, ya que tenía medio cuerpo destrozado. La primera vez que vi la película me pregunté si es que en altamar no había hombres. En fin, exigencias de la trama. En cualquier caso, Spencer Tracy murió como lo que era: un tipo duro.

Duro entre los duros era Humphrey Bogart. Me fascinaba, me sigue fascinando, esa mueca inesperada, ese rictus de sonrisa amarga, de úlcera que se despierta de pronto y le hace encoger los labios, mostrar los dientes. En Sabrina demostró que podía perder la cabeza por una mujer; en Casablanca, que su amor por ellas podía llegar más allá. El descubrimiento de que un hombre podía tomar la decisión de perder a la mujer a la que amaba, con tal de hacerla a ella feliz, me plantó de cabeza en el mundo de los adultos. Claro que, para compensar, ahí estaba el inicio de una hermosa amistad. Un amigo de verdad, tantas veces ha hecho más soportable la traición, la pérdida o simplemente la indiferencia de una hembra... claro que ella era nada menos que Ingrid Bergman, a quien en el fondo todavía le guardo rencor, de parte de Rick. Casablanca, con su mítica escena de La Marsellesa, que provoca un subidón inmediato, la carne de gallina, a quien tenga algo de sangre en las venas. Por suerte ya se ha suprimido la patética traducción-traición del Franquismo, que convertía al brigadista Rick en un combatiente por la independencia de Austria. Con el capitán Von Trapp, no te fastidia.

Por cierto, que se cuenta que en un principio se pensó para el papel de Rick en... Ronald Reagan. Por suerte para el cine, se quedó fuera de Casablanca, aunque al final logró el papel principal en la Casa Blanca, y me perdonarán el juego de palabras. Para compensarle de la pérdida de la Bergman, la vida le prestó a Bogart el corazón de una mujer más ardiente y sensual, una Lauren Bacall de veintiún años de edad, que en la actualidad, a punto de cumplir los noventa, todavía sigue al pie del cañón.

La Bergman, la Bacall... elegantes diosas del celuloide. Ahora aparece ante mí la imagen sensual, pelirroja en blanco y negro, de Rita Hayworth, una reina de Hollywood de sangre andaluza. Cuando se estrenó Gilda, la gente afirmaba, medio en broma medio en serio, que en la versión sin censurar la actriz no se limitaba a quitarse el guante (al hilo de esta secuencia mítica, aquí en España hubo un chiste clandestino que hablaba de la película Raza y de un presunto strep-tease en pantalla de su autor). La bofetada que le propinó Glenn Ford hoy no sería emitible, se diría que es apología de la violencia de género. Y a Gilda ni siquiera se la dejaría fumar en pantalla. En cualquier caso, el que se llevó la gata al agua fue Orson Welles, al que, dicho sea de paso, acabo de ver en una película de los Teleñecos, citando para una audición a la rana Gustavo. Duelo de titanes.

Harry Lime y el ciudadano Kane, ¿qué más se puede decir? De El tercer hombre recuerdo con angustia la secuencia culminante, los dedos engarfiados de Welles tratando de escapar, aferrándose a la tapa de una alcantarilla mientras al otro lado la vida seguía su curso, a pesar de estar en el Berlín de después de la guerra. O pese a ello. Cuando me hice adulto y comprendí el argumento, deseé ser yo mismo quien vaciase el cargador de la pistola contra la espalda de Harry Lime, el traficante de penicilina adulterada. En cuanto a Ciudadano Kane, partía de una indiscreción imperdonable: Rosebud era el nombre con el que el magnate Hearst se refería cariñosamente al pubis de su amante. Se lo merecía, por bocazas y mentiroso: sus periódicos fueron los que caldearon los ánimos de los estadounidenses respecto a la independencia de Cuba, e incluso se le ha acusado de incitar al Presidente de los Estados Unidos a declararnos la guerra, tras la voladura del Maine, para vender más periódicos. Un jovencísimo Orson Welles le hizo una despiadada autopsia a ese millonario aquejado del síndrome de Diógenes, y luego, seguramente, se fue a celebrar el éxito junto a su particular Rosebud pelirrojo. Y bien que hizo.

Repasando la Wikipedia para que no me chirríe ningún dato, me dice que Ciudadano Kane es un par de años anterior al matrimonio de Orson Welles con la Hayworth. En fin, ya lo saben. La misma página me dice que en tiempos de la Guerra Fría una expedición partió a los Andes para enterrar en la nieve una copia de Gilda, a fin de preservarla en caso de holocausto nuclear. Ahí pueden tener una de las razones del cambio climático.

Guerra Fría, postguerra, la Centroeuropa de las ruinas, los pasados oscuros y las fuerzas de ocupación. Sumado todo ello, el resultado es Marlene Dietrich, rabiosamente alemana y aún más rabiosamente antinazi, lo que le costó el rechazo de buena parte de sus compatriotas empeñados en fingir que el III Reich había sido la obra personal de media docena de fanáticos guiados por un loco. El tópico manda mencionar su Lili Marleen, una emotiva canción sobre las penas universales de los soldados y sus amantes, que no acabo de tragar desde que me enteré de que era la canción favorita de aquel neonazi bendecido por la CIA que se llamó Augusto Pinochet. A mí me sorprendió especialmente su papel en Testigo de cargo, una película de final sorprendente, junto a un Charles Laughton que no tenía suerte a la hora de esconder los habanos de la mirada inquisitiva de su enfermera.

La Dietrich, la Hayworth… y Marilyn. Sin más. Como decía el pobre Fabián Confurco, el de los Relejes, que era un campesino con retranca del pueblo de mi abuela Pepucha, que en paz descanse, Habría valido la pena ser un Kennedy, con tal de haberse pasado por la piedra a Marilyn. Pobre Marilyn... pero no descenderemos al terreno de lo personal. Quedémonos con tres o cuatro secuencias. Esa Niágara, con los minutos finales al borde del abismo espumoso, la alejaron de los papeles de chica tonta que más adelante se vio obligada a desempeñar, acorde con el estereotipo de rubia-boba que pedían los años y las costumbres. De La tentación vive arriba recuerdo el momento mágico… no, ése no, ése vino después, con la edad adulta, el momento mágico que recuerdo es cuando Marilyn abre una trampilla en el techo del piso de su vecino, a quien la Wikipedia identifica como Tom Ewell, corrigiendo mi memoria que le atribuía el papel de rodríguez torturado a Glenn Ford. Otra escena, de las finales, que mi mente infantil tardó en asimilar: cuando el vecino sale corriendo de la casa, alguien le pregunta quién es esa rubia y él responde algo así como Mi vecina, ¿quién quieres que sea, Marilyn Monroe? Un guiño al espectador que pienso que se adelantó a su época; es más propio de la nuestra, plagada de cameos y de referencias metacinematográficas, si me permiten el palabro. Aunque la mejor referencia metaetcétera -y ya que me han dado la mano me voy a tomar el brazo-, es la de F. Murray Abraham, conocido ya para siempre como Salieri, a quien Arnold Schwarzenegger increpa, en una película: ¡Tú mataste a Mozart! Al menos, es la que a mí me hace más gracia, y ya les advertí de que estos párrafos no pretenden ser nada más que mi homenaje parcial a las estrellas del Hollywood que vi en la pequeña pantalla, tumbado en un sillón con la familia, y muchas veces yéndome a acostar a media película, porque a mí, a partir de las once de la noche, me entra el sueño. Son casi ya; hasta otro momento, respetados lectores.

(Continuará...)

San Juan Libre 3.0

Quiero inaugurar este blog con un recuerdo a San Juan Libre, que fue el primer foro de Internet que creé. Pero antes me voy a ir mucho más atrás. San Juan, Alicante, 1986. El Jefe del Gobierno era Felipe González. España acababa de entrar en el Mercado Común, que es como se llamaba la Unión Europea. Había dos Alemanias. Y yo estaba estudiando 8º de EGB, que no sé a qué equivale en los tiempos de hoy, si a 5º de Primaria, a 2º de Secundaria o a 10º de Cuaternaria...

El primer ordenador que vi en mi vida fue un Commodore 64, que tenía un amigo cuyo padre tenía bastante pasta. El 64 es el número de Kb que tenía; sí, K de kilo. Harían falta quince Commodores para almacenar una sencilla foto de un mega. Para que el ordenador hiciera algo, antes había que programarlo... en fin, a estas alturas no me voy a poner a contar batallitas. Todos sabemos cómo eran los ordenadores de antes. Los que no los habéis conocido, seguro que lo habéis estudiado en las clases de Historia xD

Una acotación: ayer estaba en una rueda de prensa -si habéis llegado hasta aquí es porque me conocéis, así que no hace falta que os diga en qué trabajo-. Mientras esperábamos al político de turno, dos compañeros y yo empezamos a hablar de coches.

- Ayer vi aparcado en una calle de Totana un Seat 131.
- ¿Un Supermirafiori?
- Sí, de faros cuadrados.
- La Seat tenía un coche mucho más grande, el 132, era muy buen coche.
- En mi casa tuvimos un Chrysler 150, que luego se llamó Talbot 150...
- ¿Me estáis dando una clase de Historia?

La que interrumpió de esa manera fue una compañera de veintipocos años de edad, que hizo que los tres que estábamos emocionados con los 131 y 132 nos mirásemos con tristeza, viendo lo carrozas que éramos. Fin de la acotación.

El primer ordenador que entró en nuestra casa fue un Amstrad 6128 (128K). En fin, poco después, a velocidad de vértigo, aparecieron los discos duros, el ratón, las arrobas y todo lo demás. Como muestra definitiva de modernidad, los ordenadores pasaron a llamarse PC, aprovechando que por todo el mundo los Partidos Comunistas se estaban derrumbando, dejando las siglas libres.

A finales de 2003, yo estaba metido de lleno en un PC, el Partido Comunista del País Valenciano, hermanado con el Partido Comunista de España, subordinado a Esquerra Unida del País Valencià, que a su vez estaba ya no sé si hermanada, subordinada o peleada con Izquierda Unida. Vamos, que en uno de esos guirigáis una de mis compañeras de formación me espetó:

- Te acuso de que entras en San Juan Digital, con el nick de Fitipaldi, para insultar a la concejala.

La concejala de marras era una tránsfuga que al día siguiente de obtener su escaño se proclamó independiente y se alió con el alcalde a cambio de una cartera y un sueldazo de 200.000 pesetas, pero ésta es otra historia. El caso es que me quedé atónito. San Juan era, es, el pueblo en el que me he criado, pero San Juan Digital me sonaba a chino. Tras enterarme de que ése era el nombre del foro de Internet de mi pueblo, negué la acusación, y me prometí que cuando llegara a mi casa me daría de alta, para ver qué era aquello del foro, y de paso para poder insultar a gusto a la concejala tránsfuga xDD

Así fue, en el otoño de 2003, como me di de alta por vez primera en un foro. En SJD me encontré con un buen grupo de vecinos, algunos de izquierdas, otros de derechas, con los que tuvimos grandes debates, y discusiones encarnizadas también. Siempre dentro del respeto. Hasta que, por una serie de razones, en el verano de 2005 opté por abrir mi propio foro: San Juan Libre.

Desde entonces me he movido en el mundo de los foros como pez en el agua... aunque últimamente me siento un poco solo. El mundo de los foros en mi pueblo acabó con dos espacios antagónicos, algunos de cuyos foreros trataron de utilizar mi pobre San Juan Libre como una tierra de nadie desde la que darse de puñetazos impunemente. Algo a lo que me negué, y que me valió quedarme solo en mi pequeña parcela.

A mediados de 2007, el trabajo me alejó de mi pueblo y me llevó hasta el hermoso rincón de Murcia en el que vivo. Decidí cerrar el foro local, que ya no tenía sentido lejos del día a día, y abrí el Foro Libre, que todavía existe. Durante una temporada, fue un verdadero punto de encuentro entre amigos...

...sin embargo, ahora ya no escribe ni el Tato, y me canso de comentar fotos, colgar artículos, escribir cosas... sin que nadie me responda. Pienso que, por un lado, ya no hay sitio para los foros generales. La gran mayoría de los foros están dedicados a una serie de temas: los hay de cultura, de sexo, de historia, de manga... incluso hay foros sobre ascensores, una ramificación que siempre me ha parecido apasionante. No por el tema, sinó por el concepto, que diría el amigo Pazos. Por otro lado, el Facebook y similares han cogido el relevo. Pero este pensamiento me lo guardo para mí mismo...

Así que, aquí está este nuevo blog, desde el que iré colgando aquellos textos, y fotos, que me parezcan interesantes y dignas de ser compartidas... o, al menos, de salir a la luz.

Un saludo. Y gracias por haber entrado.