sábado, 27 de junio de 2009

El difunto Campomanes

Verán: desde hace varios años, siento que tengo la obligación moral de pregonar que existió un hombre que se llamó Francisco Fernández Campomanes. No lo busquen en el Google: porque está, pero se trata de otra persona. El que recuerdan las hemerotecas, y tal vez alguna enciclopedia amante de la letra pequeña, fue un reformista que falleció en las primeras décadas del siglo XIX. El difunto Campomanes al que yo me refiero fue un hombre perfectamente anónimo, del que sólo sé -y sabrán ustedes, ahora que voy a cumplir mi promesa- tres cosas: que nació en el norte de España, creo recordar que en Cantabria; que se murió allá por el mil ochocientos ochenta y tantos; y que su tumba en el cementerio madrileño de San Isidro fue vaciada una primavera del año 2005... o tal vez 2006.

El cementerio de la Sacramental de San Isidro y San Justo es uno de los lugares que me gusta visitar cuando voy a Madrid. Después de una moderna zona de nichos, se abre un arco que da a la parte antigua. Imagínense el claustro de un monasterio de dimensiones gigantescas. En el centro hay un laberinto de setos, tumbas y panteones. Allí yace buena parte de la Historia de España del siglo pasado, los hijos de quienes se alzaron contra los mamelucos. Recuerdo ahora el panteón de los Maura, las tumbas de los Primo de Rivera, la sepultura colectiva donde está el romántico Larra, y el sepulcro del no menos romántico, pero mucho menos conocido -o desconocido del todo- Javier de Istúriz, Jefe de Gobierno que fue en la Regencia de María Cristina de Borbón. De Istúriz se ha dicho que durante toda su vida sintió un amor desenfrenado y no correspondido por la guapa y regordeta Reina Gobernadora; amor que le hizo morir virgen a la avanzada edad de ochenta años, habiendo sacrificado sus pasiones a aquel sentimiento insuperable.

Gente interesante, como vemos, la que alfombra el cuadro central del cementerio. ¿Y en la periferia? Pues el gigantesco cuadrado que rodea verjas, mármoles y bronces alberga los cuerpos de aquellos que no tuvieron tanta suerte, es decir, tanto dinero. Imaginemos un pasillo alto y estrecho, abierto en el lado derecho por unos arcos, cerrado en el izquierdo por una serie inacabable de filas de nichos, de seis pisos de altura, techado todo por unas vigas de madera que sostienen a duras penas unas tejas a punto de caerse. En ese macabro peristilo, el visitante que haya leído algo sobre nuestros mayores puede diferenciar, de tarde en tarde, el nombre y apellidos de quienes manejaron los hilos de la España de las últimas colonias.

En una de las esquinas, a ras de cielo, escondida de la vista por su altura y por una tupida red de polvo y telarañas, yace Cos-Gayón, la mano derecha de don Antonio Cánovas. Cualquier día la tumba se viene abajo. Más allá, otro de los ministros de la Restauración, don Pedro Nolasco Aurioles, que no fue tan notorio, pero cuyo apellido siempre me ha gustado repetir por una tontería, por eso de tener cinco vocales. Una razón tan caprichosa como cualquier otra. Un poco más alejado, tumbado a ras de suelo, el pariente de don Antonio, Serafín Estévanez "el Solitario", hace perpetuo honor a su sobrenombre -usurpado en nuestros días, ahora que lo pienso, por un personaje de nuestra eterna España negra-. Doblando una esquina, pegado a unos escalones, unas letras prácticamente borradas marcan la tumba de don Luis González Brabo, nada menos que el último Jefe de Gobierno de Isabel II y la causa inmediata del exilio de los Borbones. Un hombre polémico, clave en la España de su tiempo, que en otro país habría merecido por lo menos una lápida limpia. Claro que no nos extrañemos de este abandono, porque unos nichos más arriba yace Pepita Tudó, amante esposa -o amante y esposa- de don Manuel de Godoy, el hombre fuerte del reinado de Carlos IV, cuya ambición hizo posible la entrada en España de las tropas de Napoleón, felizmente atacadas la jornada del Dos de Mayo en Madrid...

En otra de las hileras, rodeado de difuntos que ya son del siglo XXI, encontramos un Borbón. Y Borbón. El infante don Enrique, cuñado de Isabel II, que fue muerto a pistola allá por 1870, a manos de su concuñado Montpensier. Por ser él quien fue, aunque no se le concedió el honor de ser sepultado en El Escorial, su tumba ha sobrevivido a las de sus vecinos anónimos, repetidamente vaciadas, convirtiéndose en un entrañable anacronismo. Arriba, abajo y a los lados se han sucedido una o dos generaciones de difuntos, y don Enrique sigue ahí quieto, con su jubón, su casaca y su cabeza empolvada. Y de nuevo volvemos al difunto Campomanes.

Siento la obligación, y con estas palabras cumplo lo prometido, de explicar que hace cuatro o cinco años, una mañana que estaba recorriendo el cementerio de la Sacramental de San Isidro y San Justo de Madrid, llegué a una zona especialmente apartada del camposanto. El sector estaba en obras, por todas partes había sacos, vallas y carretillas. Pero era sábado o domingo, y por allí no había más albañiles que los que estaban esperando el Día del Juicio emparedados por sus colegas con más fortuna. El extremo de una de las galerías de nichos estaba siendo saneado; es decir, que había llegado el momento del desalojo para varias decenas de muertos de antaño. Al día siguiente, o dos días después, unos albañiles, piqueta en mano, iban a echar abajo los adoquines que habían dejado a un lado la España de los Alfonsos, al otro la Historia en movimiento. Manos enguantadas, con algún ducados humeante y el móvil al alcance de la mano, iban a arrastrar las últimas tablas de los ataúdes, sacando a la luz del siglo XXI los restos maltrechos de las jóvenes parturientas, los caballeretes heridos en los duelos clandestinos, los muertos de difteria, tisis o cólico miserere, los ex ministros sagastacanovistas. Paseé por delante de aquellas tumbas a las que quedaban tan pocas horas de vida. Hoy aún eran un recuerdo del pasado, con sus nombres, apellidos, edades y epitafios. Una doliente esposa, un angelito celestial, un probo funcionario... mañana, todos aquellos recuerdos iban a ser metidos en sacos terreros e incinerados, desapareciendo para siempre.

Seguí mi paseo, sintiendo el vacío que nos queda cuando se va una persona, cualquier persona; la memoria que se borra, la biblioteca que desaparece cuando se muere un anciano, las historias de las que, como mucho, nos queda un eco cada vez más lejano. Mi abuela Pepucha, que el mes pasado habría cumplido noventa y dos años, aún recordaba cuando a las puertas de Ferrol había una aduana en la que había que pesar las verduras que traían de la aldea, para pagar una tasa. Ella se acordaba, siendo muy niña, de su abuelo Alejo Bergantiños -quién le iba a decir que acabaría en Internet-, un señor muy viejecito que tenía ciento seis años, lo que le hacía contemporáneo del propio Fernando VII, de María Cristina y de Istúriz. Mi abuela se acordaba muy fugazmente de aquel señor... y ahora que ella ha desaparecido, ¿qué me queda a mí del abuelo Alejo? No sé si me entienden lo que les estoy contando. Al final de aquel pasillo del cementerio, en la primera tumba que iban a vaciar, un hombre que se llamó Francisco Fernández Campomanes estaba pasando su última noche entre los vivos. Al día siguiente, en aquel agujero ya no habría nada. Como si jamás hubiera existido. Por eso en el último momento retuve aquel nombre y me prometí que lo daría a conocer. Porque llegará un momento en que tampoco sabrá nadie que nosotros hemos existido.

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