lunes, 29 de junio de 2009

El material del que están hechos los sueños (II)

En el capítulo anterior habíamos dejado a Marilyn Monroe con las faldas levantadas, que es la mejor manera posible de concluir un capítulo sobre cine clásico. Otro ejemplo de Gran Buena Película, como suele decir mi hermano David, es Con faldas y a lo loco, donde la Monroe compitió en sofisticación con Tony Curtis y Jack Lemmon. Aunque ellos no fueron capaces de menear el trasero como Marilyn porque no tenían el motorcito con el que el buen Dios modeló a las hijas de Eva. Fue otra película cuyo primer pase me llenó de confusión, al ver que Lemmon estaba dispuesto a casarse con otro hombre, para luego divorciarse y sacarle un montón de pasta. No entendí nada –Jack Lemmon es un hombre, por favor-. La película ha quedado como un ejemplo de lo difícil que era trabajar con la Monroe, y ahí está la frase de Tony Curtis, diciendo que después de pasarse el día repitiendo una escena, besar a Marilyn le había parecido como si hubiera besado a Hitler. Y es que, ya se sabe: nadie es perfecto…

Jack Lemmon. Cualquier adjetivo es poco. Creo que Primera plana, con Walther Matthau haciendo de Walther Matthau, debería estudiarse en las facultades de Periodismo. Además de ser una película que todo plumilla -hombre o mujer- que pretenda seguir ejerciendo como tal, debería ver con su pareja, antes de plantearse seriamente el matrimonio.

- ¿Qué te ha parecido?

- Pobre Hildy, cómo le ha engañado ese sinvergüenza de director, con lo bien que le habría ido ganando un buen sueldo en el mundo de la publicidad…

- Cariño, lo siento mucho, pero no hay boda.

Por suerte, en mi caso concreto, y aunque no le llego ni a la suela del zapato a la plantilla del Examiner, con su águila de alas extendidas, mi mujer ha asumido desde el primer día las servidumbres a las que nos obliga, de vez en cuando, el desempeñar el mejor oficio del mundo. Les confesaré que la primera persona que se enteró de que mi mujer estaba embarazada no fue mi madre, fue mi cámara, Sabina; que la primera ecografía a mi hijo la miré con el ojo izquierdo, mientras con el derecho revisaba mi móvil a la espera de una información sobre el Caso Limusa, y que la última la vieron mi mujer y mi madre porque yo estaba haciendo una conexión en directo sobre la re-rebautizada Gripe A. Con todo y con eso, mi Sara tiene conmigo más paciencia que la pobre Susan Sarandon. Albricias, Dafne.

A Walther Matthau le vi por primera vez hace muchos años, más de treinta. En una película sobre el secuestro de un vagón de metro. Nunca he podido olvidar la secuencia final, el último plano, en el que el inspector de policía consigue dar con el secuestrador en el último segundo, por un detalle trivial. Una vez más, la Wiki –que debería de firmar estas páginas conmigo- me ha confirmado que el detective era Walther Matthau, aunque en este caso mi memoria no podía fallar, desde entonces aquel niño siguió esperando con ansias la aparición de aquel personaje desgarbado con ojos inquisidores y nariz de patata. La película, por si la quieren descargar, pagando, de Internet, se llama Pelham 1, 2, 3.

Otra película mítica fue La extraña pareja, donde un recién separado neurótico, hiperactivo y bastante tolay se iba a vivir al piso de un gorrino redomado. Dejo a la imaginación de los lectores qué papel desempeñaba Walter Matthau, y cuál le correspondía a Jack Lemmon. En uno de los momentos culminantes de la película, Óscar, que ha perdido la paciencia, los nervios e incluso las ganas de vivir, amenaza a Félix con un plato de pasta y le viene a decir que se lo va a estampar en la cabeza; éste empieza a reírse, con desdén, y le espeta que no son espaguetis, sino lingüinis. Adivinen dónde acaba el plato de pasta… Además de haberme hecho reír a carcajada limpia, esa película siempre me ha gustado por lo que muestra de la fraternidad entre los hombres. Un grupo de amigotes que se reúne en un pequeño piso, un verdadero hogar, para charlar, jugar a las cartas, fumar y comer bocadillos verdes o marrones, ajenos a la vorágine de esa ciudad inmensa, peligrosa y llena de oportunidades que es Nueva York. En el caso de Félix Unger, ajeno incluso a los peligros que acechaban en los camisones de verano de las Hermanas Periquito.

Al principio de esta miniserie de artículos hablé de Charada, donde Walther Matthau desempeñó un papel secundario, pero esencial, junto con Audrey Hepburn y Cary Grant, otro rey de la comedia, cuya elegancia y sutileza viene a ser el reverso de Oscar Madison y el señor Burns; de los gañanes inteligentes y embrutecidos. De Cary Grant se me quedó grabada especialmente una de Hitchcock que vi por vez primera hace más de veinte años. Para que se hagan cargo de cómo han cambiado los tiempos, me acuerdo de que Televisión Española se pasó muchos días anunciando que aquel fin de semana, en Sábado Cine iban a proyectar Con la muerte en los talones...

Aquel sábado, en mi casa se vivió una pequeña tragedia doméstica, y es que a partir de un determinado momento, mi padre, que en paz descanse, empezó a mirar el reloj, calculando el tiempo que llevábamos de película y lo que faltaba para el Intermedio, que era como hace años se llamaba a las pausas publicitarias. Ya veréis cómo nos cortan la secuencia de la avioneta, decía el hombre, consiguiendo el imposible de sumarle más tensión a la trama. En un momento dado, Cary Grant está viajando en un autobús de Greyhound –aquellos cacharros que parecían chapados en papel albal, en los que uno podía subirse en Nueva York y pedirse un billete, sólo ida, para Texas. Llega su parada, y se baja en una inmensa meseta atravesada por la recta inabarcable de la carretera. Lejos, en el horizonte, hay una avioneta fumigando. Mi padre mirando el reloj, poniéndose cada vez más pálido, mi hermano y yo aferrados a los brazos del sofá, ahí está la avioneta, va a pasar algo, ya llega la escena, verás cómo nos la cortan… de repente, todo se precipita al mismo tiempo; la avioneta pasa rozando la cabeza de Cary Grant, que se arroja al suelo entre los maizales, aparece una ráfaga de puntos y rayas, una musiquilla inesperada, el anuncio de un tambor de detergente y el grito paterno diciendo que así no hay narices para ver buen cine. Papá, te he vengado; acabo de ver la secuencia entera en el Youtube, sin cortes. A tu salud.

Otra de las secuencias míticas de Con la muerte en los talones es la aparición final de la bellísima Eva Marie Saint en el Monte Rushmore, sus apuros entre las cejas gigantescas de los Presidentes, el primer plano de Cary Grant pidiéndole que se cogiera de su mano… y los últimos segundos, que no voy a revelar por si a estas alturas he conseguido que a alguien le entre el gusanillo de ver la peli por primera vez. Aunque no puedo resistirme a comentar el último plano, ese tren que se mete en el túnel, con el que el obeso y obseso Hitchcock trató de liberar las tensiones que debía de sentir cada vez que grababa a sus rubias. Un detalle que pasó desapercibido a la censura, porque a los genios como Hitchcock, todos los censores del mundo juntos no le llegan a la suela del zapato. Me dice la Wikipedia que Hitchcock no consiguió permiso para grabar ni dentro del edificio de la ONU, ni en el Monte Rushmore. Así y todo, ahí están. Porque el lastre bobo y comodón de la burocracia también es incapaz de abatir ni un solo centímetro el vuelo creativo de los profesionales de verdad.

El antagonista de Cary Grant en esta película fue James Mason, a quien yo recuerdo especialmente no en el cine, sino en la tele; en una serie de Miedo, con mayúsculas, basada en una novela de Stephen King: El misterio de Salem’s Lot. En años posteriores se hicieron otras versiones, pero ninguna de ellas provocó el terror de los vampiros de la primera entrega, la de David Soul, el rubio de Starsky & Hutch. La secuencia del pequeño vampiro tocando con la uña la ventana de la habitación en la que estaba durmiendo su hermano, en un primer piso, sigue dándome escalofríos, tanto tiempo después.

Otra película basada en una novela de King: El resplandor, con el escalofriante Jack Nicholson haciendo de zumbao. Se ha convertido en un tópico hablar del doblaje, tópico al que me sumo, diciendo que los dobladores hicieron todo lo posible por estropear la película, aunque afortunadamente no lo consiguieron. Las dos gemelitas cogidas de la mano me siguen provocando una inquietud, incluso ahora, sentado en el sillón delante de mi ordenador, en la calidez de una casa que se prepara para la cena. Actores secundarios impresionantes, como el señor Hallorann, el cocinero negro -Scatman Crothers-, o el barman, Lloyd -Joe Turkel-. Por cierto, que muchos años después de ver la peli compré la novela temiéndome lo peor. Soy un lector compulsivo de King, pero pensaba que Kubrick y Nicholson habrían elevado tanto el listón, que la narración se quedaría corta. Me equivoqué. Si han visto la película pero no conocen la novela, traten de comprarla o búsquenla en la biblioteca. Conocerán una historia muy diferente.

Ya que hemos hablado de películas de miedo, ahí está Psicosis, otra obra maestra de Alfred Hitchcock. La primera vez que la vi fue en gallego, en una de las emisiones de la TVG, durante mis vacaciones de verano. La estaban viendo mis abuelos, quejándose por que hubieran hecho hablar a los personajes en otra lengua –Hitchcock en castellano también era un artificio, en Hollywood aún no se hablaba castellano porque Antonio Banderas y Andy García aún estaban por llegar, pero de eso mis abuelos no se daban cuenta-. Por desgracia, cuando mis padres y yo volvimos de la playa, la película estaba terminando, de manera que la primera escena de Psicosis que llegué a ver fue ésa, cuando la hermana de Marion entra en la bodega y agarra del hombro a la madre de Norman Bates…

Da igual. Años más tarde la vi desde el principio, y la tensión no disminuyó ni un segundo. Genial Anthony Perkins. Y qué decir de su tiránica madre. Cuando los atentados terroristas del 11-S, Perkins, que llevaba diez años muerto, volvió a ocupar las páginas de los periódicos, porque resulta que su viuda fue uno de los infortunados pasajeros del avión que se estrelló contra una de las Torres Gemelas. Un grado de terror que Hitchcock jamás habría sido capaz de imaginar, porque los villanos que él dirigía tenían, al menos, alguna razón lógica para actuar.

Pero volvamos a Psicosis, al horror con causa. Hemos mencionado a la hermana de Janet Leigh; en la ficción hitchcockiana, ese papel lo representó Vera Miles. Hasta este preciso momento -ya les advertí de que, si quieren aprender algo de cine, vale más que salgan de aquí corriendo-, durante mucho tiempo creí que la rubia de la ducha era hermana de aquella morenaza de armas tomar, a la que los corsés del Profundo Sur le venían tan apretados como aquéllos en los que le quería embutir su mammy negra: Vivien Leigh, la señorita Escarlata de Lo que el viento se llevó. En mi infancia, su proyección en TVE fue otro acontecimiento que buena parte de España vivió con expectación. Recordemos una vez más los no tan lejanos años ochenta: no había televisiones privadas, ni autonómicas, y el vídeo era un refinamiento para bolsillos solventes. Cuando salía alguna película nueva, la gente iba a toda prisa al cine, no a Internet. ¡Si la mayoría de los televisores ni siquiera tenían mando a distancia! Para eso estábamos los niños, para poner la Primera o el UHF según la decisión, inapelable, de nuestros padres.

Lo que el viento se llevó es una película de referencia, sobre la que seguramente ustedes sabrán muchísimo más que yo -lo que no es difícil-, ya que sólo la he visto una vez, y de niño. El resto ya son tópicos, el nunca más volveré a pasar hambre, el francamente querida me importa un bledo, y tal y cual. Pero de Vivien Leigh me impactó mucho más otra película, El puente de Waterloo. La Leigh se enamora de un soldado, éste se va a la guerra, la mujer se cree que ha muerto en combate y se hace prostituta. Eso es lo que yo recuerdo. Luego, un día en que ella está en el andén de la estación, esperando a los clientes, ve aparecer al soldado. Su compromiso sigue adelante... hasta que ella le confiesa a la familia de él que no se pueden casar porque ella ha sido prostituta. El resto de la película me sorprendió entonces: la familia del soldado se porta de manera comprensiva y están de acuerdo en que rompa el compromiso sin decir nada. Cuando vi cómo acababa la película me quedé perplejo de que nos vendiesen aquello como "comprensión", y la absurda y destructiva confesión de la Leigh como "rasgo de nobleza". Se ve que no soy tan anticuado como a veces me jacto de ser, porque para mí lo normal es que la Leigh se hubiera callado como una puta, y todos felices. Pero, claro: eran otros tiempos. También me acuerdo de la música triste de El lago de los cisnes que acompañaba buena parte del film. Ah, veo en Internet que el soldado lo interpretó Robert Taylor y que, en la vida real, la Leigh morena estuvo casada durante muchos años con sir Laurence Olivier. A quienes me van a permitir que me deje en el tintero, por el momento.

Otro detalle que recuerdo de Lo que el viento se llevó es la alusión que hace Vivien Leigh a las orejas de soplillo de Clark Gable. Por la zona de Valencia, a esas orejas las llamamos pàmpols, o forelles. Me pareció sorprendente que Escarlata -la señorita Escarlata, perdón- se burlase de un rasgo que no pertenecía al aventurero Rhett Butler, sino al actor Clark Gable.

Si ustedes, queridos lectores, me sacan unos cuantos años, recordarán a la perfección otra de las joyas de Gable, Mogambo. Y añadirán que la censura franquista quiso sacarnos a los españoles de la sartén para meternos de cabeza en las brasas, porque en la versión original Clark Gable está enrollado con Ava Gardner, pero aparece Grace Kelly con su marido y se enamora de Gable. Para que eso no oliera a adulterio, la censura, siempre tan inteligente, transformó al marido de la Kelly en su hermano. Lo que convirtió los lógicos ataques de cuernos de éste en una verdadera pasión incestuosa. Algo así, imagínense mi pasmo adolescente al darme cuenta de que mis padres, unos ancianos de cuarenta años, sabían lo que era el sexo. En fin, les confesaré que yo, de haber podido, habría cometido incesto, o adulterio, con Ava Gardner y con Grace Kelly, a ser posible al mismo tiempo. Y me van a perdonar.

Añadiré que mi querida abuela Pepucha, que en paz descanse, tenía un vecino allá, en su aldea, con el que se llevaba a matar. El Compadre -quién le iba a decir al Compadre que un día iba a formar parte del ciberespacio-. Un día, hace ni se sabe cuánto tiempo, la mujer de este vecino -la Comadre- le comentó: Pues mira, Pepucha, que a mi marido le da asco Ava Gardner. La respuesta fulminante de mi abuela: ¿Le da asco Ava Gardner? ¿A tu marido? ¡Bueno, mujer, bueno! ¡Quién se la diera muerta de quince días!

De Grace Kelly hablaremos después. Antes quiero mencionar otra película de Ava Gardner, Magnolia. La peli me legó su banda sonora -Old Man River-, que aún hoy suelo tararear cuando voy en el coche, con las ventanillas subidas para que haya más resonancia. Lo que más recuerdo es que, en ella, la Gardner hacía de negra, o de mulata. Me imagino que convenientemente maquillada, porque de morenaza a mulata hay un hermoso paso. La cuestión es que el protagonista estaba enamorado de Ava Gardner, pero al final regresa junto a su esposa, quien se sacrifica sabiendo que su amor es imposible, porque al fin y al cabo la Gardner es medio negra. Un argumento que hoy en día nos parece surrealista. Afortunadamente.

Ah, y otra película de la Gardner, Cincuenta y cinco días en Pekín, que me fascinó por la sencilla razón de que en ella salía el embajador de España, con su banda rojigualda y todo. No sospechaba que en Hollywood pudiesen estar al tanto de la existencia de mi modesto y gran país. Luego vi Por quién doblan las campanas, con Ingrid Bergman y Gary Cooper, que narra precisamente los acontecimientos que provocaron que luego, durante cuarenta años, mi país se quedase tan aislado del resto del mundo.

(Continuará...)

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