sábado, 27 de junio de 2009

El material del que están hechos los sueños (I)

El otro día Sara, mi mujer, me enseñó entusiasmada una película que había descargado, digo comprado por Internet. Como era de esperar, no se acordaba de cómo se llamaba -mi esposa es muy lista, pero a veces tiene problemas incluso en recordar mi propio nombre-. Le pedí alguna pista, y me contó que se trataba de una película antigua, protagonizada por una actriz guapísima, muy elegante y que hacía reír, pero de una manera muy inteligente. Pasé revista a mis modestísimos recuerdos del cine. No era Elsa Pataki. Tampoco Alyssa Milano. Para llegar más lejos tenía que dejar el periódico y hacer un esfuerzo mental. Cosa que me daba algo de pereza, porque era feliz leyendo cómo a los vascos de pata negra les había llegado su San Martín, políticamente hablando. Ya saben, el lehendakari Patxi López pretende quitarle la pasta para excursiones a las familias de los etarras, obligar a que la televisión pública vasca muestre la previsión del tiempo en Cantabria y Burgos, donde trabajan o veranean muchos vascos, en vez de en los territorios del sur de Francia, donde ya no queda nadie que sepa euskera. Cosas así propios de españoles invasores, aunque el López de don Patxi sea más vasco que la madre gallega de Iñaki de Juana, que en paz descanse. La madre, digo.

- Yo qué sé qué actriz es, déjame que acabe el artículo, que dizque Iñaki Anasagasti propone que a Patxi López se le llame de manera oficial Presidente, en vez de la forma vasca Lehendakari, para dejar bien claro que para él López no es lehendakari de verdad. A pesar de que Patxi nació en la provincia de Vizcaya, y Anasagasti allá por Sudamérica.

- La actriz se pasa buena parte de la película diciendo que le gustaría desayunar en una tienda de diamantes, porque allí se siente muy a gusto.

Así fue como mi esposa descubrió a Audrey Hepburn, la semana pasada, a los veinticuatro años de edad. Yo tengo algunos más, estoy rozando los cuarenta: creo que pertenezco a la última generación que pudo disfrutar de los grandes actores de Hollywood, en las sesiones de cine que daba Televisión Española los sábados por la tarde, los fines de semana por la noche, y creo recordar que algún jueves, también por la noche. Sesiones a horas toleradas por el organismo humano, que empezaban a las nueve y terminaban a las once, lo que las hacía también aptas para que los niños las pudiéramos ver. Todos los jóvenes que nacimos a lo largo de los años setenta conocíamos perfectamente a John Wayne, Humphrey Bogart, Cary Grant o Gary Cooper, y sentíamos un cosquilleo especial cuando veíamos por la tele a Grace Kelly, Marilyn Monroe o Ava Gardner. Y las muchachas, viceversa, me imagino. El panteón de Hollywood nos era completamente familiar, aunque llegamos tarde para tener el privilegio de ver a sus dioses en la pantalla grande. Nosotros fuimos al cine con otra promoción posterior de actores, Robert de Niro, Al Pacino, Barbra Streisand, Tom Hanks, Sharon Stone... y pronto dejamos de ir a verles, porque fueron ellos los que vinieron a nuestra casa, primero de la mano del vídeo VHS que era patrimonio casi exclusivo de los padres, y luego en forma de DVDs y descargas, siempre pagadas, de Internet.

Hagan la prueba. Pregúntenle a cualquier persona menor de treinta años quiénes fueron Glenn Ford, Bette Davis, Greta Garbo o Sidney Poitier. O enséñenle alguna foto. Cuando era joven, en mi casa oía hablar con respeto y afecto de los actores que llenaron la juventud de mis abuelos: Hopalong Cassidy, Douglas Fairbanks Jr., Gloria Swanson, Mary Pickford... nombres que incluso sonaban a rancio. Recuerdo que me preguntaba, con un punto de escepticismo -mejor dicho, con la lamentable petulancia adolescente-, si eran tan buenos actores, por qué sus películas se habían olvidado. No serían tan buenos, cuando nunca salían por la tele.

¿Ustedes se acuerdan de la última vez en que cualquier televisión emitió una película de Fred Astaire, Peter Lorre o James Stewart?

Si me lo permiten, me gustaría dar un pequeño paseo con ustedes por aquellas calles de Hollywood en las que se horneaba el material del que están formados los sueños. En el horizonte se ven las letras gigantescas, de unos trece metros de alto, instalados en la década de 1880 por una promotora inmobiliaria: Hollywoodland, el territorio del bosque de acebos. El land se lo quitaron tiempo después, ya que la promotora quebró -lagarto, lagarto-. Desde la letra H se suicidó hace casi ochenta años una joven actriz fracasada, Peg Entwistle, cuyo fantasma dicen que se aparece de vez en cuando por los alrededores del cartel, acompañado de un olor a gardenias. Más atrás del cartel de Hollywood imaginemos el monte de la Paramount, con su orla de estrellas. En una cima paralela puede estar la estatua de Columbia, con su llama perpetua. En la cima de un valle remoto nos esperan los edificios oníricos de la 20th Century Fox, con sus reflectores alumbrando al infinito. Agachen la cabeza ahora, para que no les fulminen las ondas de radio de la antena en blanco y negro de la RKO. Pero no echen a correr, porque a la vuelta de esa esquina está al acecho el león de la Metro Goldwyn Mayers. Y tengan cuidado de dónde se detienen, porque el pegaso de Tristar está a punto de aterrizar después de darse una vuelta alrededor del parsimonioso planeta de la Universal...

Me gustaría empezar por un cumpleaños. Por esos azares del Destino, resulta que el lunes, 4 de mayo -fecha en el que comienzo estas letras-, Audrey Hepburn habría cumplido ochenta años. Y habría seguido siendo una mujer hermosa, una anciana con sonrisa de niña, osamenta elegante y andares seductores. Envuelta no en vestidos de Givenchy o de Mossimo, sino en los vaqueros desgastados que la reina de la elegancia lució en sus visitas al Tercer Mundo, como embajadora permanente en Unicef, entregando su dulce sonrisa para aplacar un poco el hambre permanente de millones de niños. Ya les comenté que hace poco mi mujer descubrió Desayuno con diamantes. De ahí pasamos a Charada, con Cary Grant y con un plantel de actores secundarios de lujo: James Coburn, George Kennedy y un Walter Matthau desempeñando un papel insospechado, que no quiero comentar por si entre nuestros lectores aún hay algún afortunado preparado para ver la película por vez primera.

Aún recuerdo la primera vez que vi My fair lady. Ojo, no me refiero a La fiera de mi niña -que a veces pensamos que es su título mal traducido-, de la que fue protagonista la otra Hepburn. Eran unas Navidades en casa de mis abuelos, en Galicia, hace cerca de veinticinco años. El lugar no importa en absoluto -me importa a mí, son recuerdos tan bonitos de mi infancia-; lo que merece ser destacado, creo, es el hecho de que una película haya podido marcarme hasta el punto de recordar el momento exacto en que la vi. De Sabrina recuerdo muy poco, tan sólo la curiosidad que me entró al ver a un tipo duro como Humphrey Bogart, nada menos, rendido a los pies de aquella dulzura pequeñita. En aquellos tiempos aún no era capaz de explicarme cómo una barra de hierro podía ser doblado por un pañuelo de seda.

La otra Hepburn, Katharine Hepburn. Segunda, pero sólo en el alfabeto y en estos párrafos. Otro tipo bien diferente de delgadez elegante -sus ángulos seductores frente a las pequeñas y rotundas curvas de Audrey-. Otra actriz como la copa de un pino. De todas sus películas, mi memoria recuerda ahora dos: En el estanque dorado, con un Henry Fonda que también había llegado a la cumbre de su carrera y de su vida, y con la hija de éste, Jane Fonda, haciendo precisamente de hija. Una conmovedora historia de amor entre dos ancianos, llena de ternura y de humor. Recuerdo especialmente el diálogo entre Henry Fonda y un niño, quizás su nieto: ¡Pero qué viejo eres!, dice el zagal. La respuesta inmediata: Pues si conocieras a mi abuelo... Y El león en invierno, en el que hacía de reina de no sé qué país -no lo voy a consultar todo en la Wikipedia-, junto a Peter O'Toole. De esta película recuerdo especialmente la escena en que los Reyes tratan de lavarse la cara en la jofaina de su habitación, y para ello antes tienen que romper el hielo de la palangana. Así, no me extraña que la peste negra anduviera entre chabolas y palacios como Pedro (Botero) por su casa.

Katharine Hepburn, mujer del siglo XXI, digna de haber dirigido una empresa o un país, aunque le tocaran tiempos duros. Para empezar, se pasó buena parte de su vida viviendo con un hombre que no se podía divorciar, porque era católico practicante: Spencer Tracy. Como un símbolo de los prejuicios de su tiempo, he ahí Adivina quién viene a cenar esta noche, en la que el matrimonio ve horrorizado que su hijita se va a casar con un negro, representado por Sidney Poitier, el hermano mayor -en el arte- de otro negro majestuoso y digno, Denzel Washington. Ojo, que a estos dos titanes les habría puesto el trasero al rojo vivo, a la primera de cambio, la Mammy, Hattie McDaniel -ya saben: Zeñorita Ecalaaata-, que fue la primera actriz negra en recibir un Oscar. Por cierto, que Adivina quien viene... retó a lo políticamente correcto, presentando a la madre del médico negro igual de escandalizada por el atrevimiento de su hijo de casarse con una mujer de raza blanca.

Spencer Tracy. Duro como una muralla de mármol. Tanto, que las pasó canutas interpretando Capitanes intrépidos con el niño repipi Freddie Bartholomew, porque le daba vergüenza tener que arrullarle con aquello de Ay, mi pescadito, deja de llorar, o lo del tuerto muy despierto que tenía el ojo abierto. No era para menos. Recuerdo la secuencia más dura, la de Tracy atrapado por unas redes, pidiéndole a sus compañeros que soltasen el último cabo para que se pudiera hundir a gusto, ya que tenía medio cuerpo destrozado. La primera vez que vi la película me pregunté si es que en altamar no había hombres. En fin, exigencias de la trama. En cualquier caso, Spencer Tracy murió como lo que era: un tipo duro.

Duro entre los duros era Humphrey Bogart. Me fascinaba, me sigue fascinando, esa mueca inesperada, ese rictus de sonrisa amarga, de úlcera que se despierta de pronto y le hace encoger los labios, mostrar los dientes. En Sabrina demostró que podía perder la cabeza por una mujer; en Casablanca, que su amor por ellas podía llegar más allá. El descubrimiento de que un hombre podía tomar la decisión de perder a la mujer a la que amaba, con tal de hacerla a ella feliz, me plantó de cabeza en el mundo de los adultos. Claro que, para compensar, ahí estaba el inicio de una hermosa amistad. Un amigo de verdad, tantas veces ha hecho más soportable la traición, la pérdida o simplemente la indiferencia de una hembra... claro que ella era nada menos que Ingrid Bergman, a quien en el fondo todavía le guardo rencor, de parte de Rick. Casablanca, con su mítica escena de La Marsellesa, que provoca un subidón inmediato, la carne de gallina, a quien tenga algo de sangre en las venas. Por suerte ya se ha suprimido la patética traducción-traición del Franquismo, que convertía al brigadista Rick en un combatiente por la independencia de Austria. Con el capitán Von Trapp, no te fastidia.

Por cierto, que se cuenta que en un principio se pensó para el papel de Rick en... Ronald Reagan. Por suerte para el cine, se quedó fuera de Casablanca, aunque al final logró el papel principal en la Casa Blanca, y me perdonarán el juego de palabras. Para compensarle de la pérdida de la Bergman, la vida le prestó a Bogart el corazón de una mujer más ardiente y sensual, una Lauren Bacall de veintiún años de edad, que en la actualidad, a punto de cumplir los noventa, todavía sigue al pie del cañón.

La Bergman, la Bacall... elegantes diosas del celuloide. Ahora aparece ante mí la imagen sensual, pelirroja en blanco y negro, de Rita Hayworth, una reina de Hollywood de sangre andaluza. Cuando se estrenó Gilda, la gente afirmaba, medio en broma medio en serio, que en la versión sin censurar la actriz no se limitaba a quitarse el guante (al hilo de esta secuencia mítica, aquí en España hubo un chiste clandestino que hablaba de la película Raza y de un presunto strep-tease en pantalla de su autor). La bofetada que le propinó Glenn Ford hoy no sería emitible, se diría que es apología de la violencia de género. Y a Gilda ni siquiera se la dejaría fumar en pantalla. En cualquier caso, el que se llevó la gata al agua fue Orson Welles, al que, dicho sea de paso, acabo de ver en una película de los Teleñecos, citando para una audición a la rana Gustavo. Duelo de titanes.

Harry Lime y el ciudadano Kane, ¿qué más se puede decir? De El tercer hombre recuerdo con angustia la secuencia culminante, los dedos engarfiados de Welles tratando de escapar, aferrándose a la tapa de una alcantarilla mientras al otro lado la vida seguía su curso, a pesar de estar en el Berlín de después de la guerra. O pese a ello. Cuando me hice adulto y comprendí el argumento, deseé ser yo mismo quien vaciase el cargador de la pistola contra la espalda de Harry Lime, el traficante de penicilina adulterada. En cuanto a Ciudadano Kane, partía de una indiscreción imperdonable: Rosebud era el nombre con el que el magnate Hearst se refería cariñosamente al pubis de su amante. Se lo merecía, por bocazas y mentiroso: sus periódicos fueron los que caldearon los ánimos de los estadounidenses respecto a la independencia de Cuba, e incluso se le ha acusado de incitar al Presidente de los Estados Unidos a declararnos la guerra, tras la voladura del Maine, para vender más periódicos. Un jovencísimo Orson Welles le hizo una despiadada autopsia a ese millonario aquejado del síndrome de Diógenes, y luego, seguramente, se fue a celebrar el éxito junto a su particular Rosebud pelirrojo. Y bien que hizo.

Repasando la Wikipedia para que no me chirríe ningún dato, me dice que Ciudadano Kane es un par de años anterior al matrimonio de Orson Welles con la Hayworth. En fin, ya lo saben. La misma página me dice que en tiempos de la Guerra Fría una expedición partió a los Andes para enterrar en la nieve una copia de Gilda, a fin de preservarla en caso de holocausto nuclear. Ahí pueden tener una de las razones del cambio climático.

Guerra Fría, postguerra, la Centroeuropa de las ruinas, los pasados oscuros y las fuerzas de ocupación. Sumado todo ello, el resultado es Marlene Dietrich, rabiosamente alemana y aún más rabiosamente antinazi, lo que le costó el rechazo de buena parte de sus compatriotas empeñados en fingir que el III Reich había sido la obra personal de media docena de fanáticos guiados por un loco. El tópico manda mencionar su Lili Marleen, una emotiva canción sobre las penas universales de los soldados y sus amantes, que no acabo de tragar desde que me enteré de que era la canción favorita de aquel neonazi bendecido por la CIA que se llamó Augusto Pinochet. A mí me sorprendió especialmente su papel en Testigo de cargo, una película de final sorprendente, junto a un Charles Laughton que no tenía suerte a la hora de esconder los habanos de la mirada inquisitiva de su enfermera.

La Dietrich, la Hayworth… y Marilyn. Sin más. Como decía el pobre Fabián Confurco, el de los Relejes, que era un campesino con retranca del pueblo de mi abuela Pepucha, que en paz descanse, Habría valido la pena ser un Kennedy, con tal de haberse pasado por la piedra a Marilyn. Pobre Marilyn... pero no descenderemos al terreno de lo personal. Quedémonos con tres o cuatro secuencias. Esa Niágara, con los minutos finales al borde del abismo espumoso, la alejaron de los papeles de chica tonta que más adelante se vio obligada a desempeñar, acorde con el estereotipo de rubia-boba que pedían los años y las costumbres. De La tentación vive arriba recuerdo el momento mágico… no, ése no, ése vino después, con la edad adulta, el momento mágico que recuerdo es cuando Marilyn abre una trampilla en el techo del piso de su vecino, a quien la Wikipedia identifica como Tom Ewell, corrigiendo mi memoria que le atribuía el papel de rodríguez torturado a Glenn Ford. Otra escena, de las finales, que mi mente infantil tardó en asimilar: cuando el vecino sale corriendo de la casa, alguien le pregunta quién es esa rubia y él responde algo así como Mi vecina, ¿quién quieres que sea, Marilyn Monroe? Un guiño al espectador que pienso que se adelantó a su época; es más propio de la nuestra, plagada de cameos y de referencias metacinematográficas, si me permiten el palabro. Aunque la mejor referencia metaetcétera -y ya que me han dado la mano me voy a tomar el brazo-, es la de F. Murray Abraham, conocido ya para siempre como Salieri, a quien Arnold Schwarzenegger increpa, en una película: ¡Tú mataste a Mozart! Al menos, es la que a mí me hace más gracia, y ya les advertí de que estos párrafos no pretenden ser nada más que mi homenaje parcial a las estrellas del Hollywood que vi en la pequeña pantalla, tumbado en un sillón con la familia, y muchas veces yéndome a acostar a media película, porque a mí, a partir de las once de la noche, me entra el sueño. Son casi ya; hasta otro momento, respetados lectores.

(Continuará...)

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