domingo, 16 de agosto de 2009

El material del que están hechos los sueños (y V)

Nunca olvidaré el día en que murió Robert Mitchum, porque fue una fecha muy alegre para todos los españoles...

He puesto esta frase aposta, porque me ha venido rodada, pero tengo la obligación de explicarla. Ya se podrán imaginar que el pobre Robert Mitchum no le hizo ningún daño a nuestro país. Sencillamente, el día de su muerte yo estaba en Valladolid, pasando el día con una amiga, hablando de la devolución de la colonia de Hong Kong a la China, después de muchos siglos de ocupación británica. Aquel día histórico para los ingleses tardó pocas horas en convertirse en histórico para los propios españoles: antes del mediodía, al meternos en un bar para picar algo, la programación de la tele se interrumpió, y un especial informativo nos dijo que la Guardia Civil acababa de liberar al funcionario de Prisiones José Antonio Ortega Lara, después de pasarse 532 días, desde el mes de enero de 1996, en un zulo de menos de tres metros cuadrados. En el bar hubo aplausos, sonrisas, apretones de mano entre los clientes y algunas voces, a las que sumé la mía, exigiendo la pena de muerte para aquellas bestias con forma de hombre que habían llevado a un trabajador a semejante estado. Por eso decía antes que el día en que murió Robert Mitchum fue un día muy feliz, pero no precisamente por ese motivo. A Mitchum le hemos visto en páginas anteriores en pleno Desembarco de Normandía. De él se cuenta que cierto director novel trató un día de explicarle cómo tenía que interpretar su papel, a lo que el veterano actor le respondió: Joven, a mí hay dos maneras de sacarme en pantalla: del lado derecho, y del lado izquierdo.

Con el permiso de Bogart, y de John Wayne, a quien hemos liquidado enentregas anteriores, estamos dejando a los tipos duros para el final. Porque ahí aparece Lee Marvin, con barba de seis días, sucio, llevando un sombrero roñoso y cantando I was born under a wondering star por las calles de la Ciudad Sin Nombre, la primera película suya que tuve ocasión de ver, que emitió Televisión Española como homenaje el día de su muerte, allá por el lejano 1987. Una película que contenía varios mensajes sorprendentes: el primero, el hecho de que Lee Marvin aceptase que su chica acabase en brazos del Socio, que era el nombre que le daban al gallito interpretado por Clint Eastwood. El segundo, que los máximos dirigentes de la Ciudad Sin Nombre se dejasen seducir por la promesa -disfrazada de lamento- de los protagonistas, de que su pueblo se iba a convertir en una pequeña metrópolis a la que empezarían a llegar más y más buscadores de oro, comerciantes, prostitutas, predicadores, aventureros, campesinos... ¡con lo bien que estaban allí, entre las montañas! ¿Para qué convertir un pequeño paraíso en un gran infierno? En fin, que, como se ve, la pasión por el ladrillo no la hemos inventado los españoles.

Otra película emblemática de Lee Marvin: Doce del patíbulo. Buena película, con la que en los años ochenta se hizo, si no recuerdo mal, una miniserie de televisión, también bastante entretenida, aunque a mí me sigue gustando mucho más la novela de E. M. Nathanson. No recuerdo en la película, pero en la serie, a uno de los soldados asesinos, que se llamaba Victor Franko, le cambiaron el apellido por Frankie, para no herir susceptibilidades. En la película, Marvin estaba acompañado por un verdadero pelotón de tipos duros, como Charles Bronson, Ernest Borgnine, Donald Sutherland o Telly Savalas.

Estos dos últimos protagonizan una de mis películas favoritas, Los violentos de Kelly, también ambientada en la II Guerra Mundial. Al igual que en Doce del patíbulo, aquí también se narra la historia de un grupo de soldados que cruzan el frente y se internan en las líneas enemigas, aunque con intenciones bien diferentes a las del grupo de ex presidiarios. El espectador se ve seducido por la presencia imponente de Clint Eastwood, Telly Savallas y de un Donald Sutherland que borda el papel de granuja medio loco, no se sabe si por la fatiga de combate o porque de pequeño ya era así. Viendo otros trabajos del actor, nos inclinamos a pensar esto último. Un grandísimo intérprete, sea en clave de comedia o cuando hace de malvado. Ahí está Fallen, con Denzel Washington, en la que un detective se enfrenta a un demonio -de los auténticos, con cuernos y rabo- que se va escapando, pasando de una persona a otra sólo con el roce de una mano. Hay una escena inolvidable en la que Washington y el diablo están en medio de la muchedumbre, y el demonio cada vez le habla desde una persona diferente.

Clint Eastwood ya es un actor más cercano a las nuevas generaciones. No sé si recordarán que el objetivo declarado de esta serie de artículos era quejarme del desconocimiento de muchos jóvenes acerca de los actores y las películas que hicieron nuestra vida más rica, y aportar mi modesto granito de arena. Pero Eastwood no necesita que lo presentemos en las aulas de Secundaria o en las zonas de marcha. De eso se encargan dos de sus arquetipos: el vaquero rubio del spaghetti western, y el policía sucio e implacable de las calles de San Francisco. Unas películas que ya tienen más de veinte años, lo que no les ha impedido estar en cabeza de las descargas, pagadas, de Internet.

El bueno, el feo y el malo debería de estudiarse en las escuelas de Cine. Y se estará estudiando, me imagino. La secuencia de Tuco -Tuco Benedicto Pacífico Juan María Ramírez, por favor- dando vueltas desesperado en busca de la tumba de Arch Stenton... y el duelo entre el trío de vaqueros, con la aparición inesperada de la musiquilla del reloj que nos recuerda a la primera película de la serie, La muerte tenía un precio. La peli lo tiene todo, empezando por unos actores de bandera: Eastwood, que al final demuestra que se merece el apodo de "el bueno"; Eli Wallach, "el feo", a quien podían haber apodado con la misma propiedad "el blasfemo", "el gafe" o "el marrano"... y Lee van Cleef, el malo más malo del mundo. Impagable el saludo que le dirige Tuco cuando se lo encuentra de oficial en un campamento de prisioneros sudistas: ¡Cuánto me alegro de verte! Cuando te vi aparecer, me dije: "Mira a ese puerco de Sentencia, ¡cómo ha sabido subir!"...

Parecía que esta serie de artículos iba a acabarse con los tipos duros, pero no me resisto a comentar un cotilleo, que por más que sea falso ya ha pasado a la leyenda del cine, y que nos permitirá cambiar de tercio con una sonrisa: y es que siempre se ha dicho que Clint Eastwood era hijo ilegítimo de Stan Laurel, es decir, de el flaco de El Gordo y el Flaco, en la inevitable perífrasis. Por cierto, que, si se fijan, ya casi nadie emplea la palabra "flaco", ahora preferimos decir "delgado", un término que no tiene la flaquísima connotación peyorativa que se puede detectar en su sinónimo. La primera vez que escuché aquello de que Clint Eastwood pudiera ser hijo ilegítimo del Flaco rechacé aquella insensatez con un gesto de mi cabeza infantil: no me imaginaba ni al Gordo ni al Flaco haciendo el amor; era tan descabellado como imaginarme que mis padres pudieran saber lo que era el sexo. Después, con el paso de los años, he continuado con mi negativa, pero con un argumento más sólido: quien de verdad se le parece al Flaco no es Clint Eastwood, es Dick van Dyke...

A mi abuela Pepucha le gustaba mucho Clint Eastwood. No sólo como vaquero, también como policía implacable. En mi casa, ver una película de Harry el Sucio era una vergüenza, porque mi hermano David ponía la tele a todo volumen, para que se escuchasen bien las barbaridades de Callahan, o del sargento Highway. Cuanto más blasfemaba aquel animal, más se reía mi pobre abuela, que era de misa diaria. La magia del cine.

Por cierto, que mi hermano y yo tardamos mucho en darnos cuenta de cuál era el actor al que se refería mi abuela, porque ella siempre le llamó Clin Estabú. Creo que es una constante de los ancianos, porque ya se ha convertido en un lugar común decir aquello de "Michael Daglas, el hijo de Kirk Duglas". Claro, en los tiempos del padre nadie sabía pronunciar el apellido. Recuerdos de otros tiempos en los que la lengua inglesa no ocupaba el lugar que ocupa hoy día, gracias a la tecnología e Internet. Un síntoma de cómo ha ganado terreno el inglés es que, en los albores del cine, se castellanizaban incluso los nombres de los actores. Stan Laurel y Oliver Hardy eran el Gordo y el Flaco, Charles Chaplin era Charlot, Buster Keaton era -vaya a saber por qué- Pamplinas... Posteriormente se respetaron los nombres en su forma original -imagínense Federico Astaire, Gracia Kelly, Humberto Bogart-, limitando la traducción a los títulos de las películas... y, desde hace más o menos diez años, se optó por mantener dichos títulos en su forma original, lo que, por otro lado, supuso un ahorro importante en marketing y cartelería. Hoy nos metemos en el cine a ver Matrix, Twister, American Pie, Final Phantasy... títulos que, muchas veces, no sabemos con certeza lo que nos quieren decir, pero que, francamente, nos importa un bledo.

He mencionado a los Douglas. De Kirk Douglas, cómo no: Espartaco, sobre uno de los héroes universales de todos los tiempos, el esclavo valiente que se atrevió a poner de rodillas a los amos del mundo. También le recuerdo haciendo de Van Gogh en El loco del pelo rojo. Un western con una banda sonora inolvidable, Duelo de titanes, con su Gunfight at O.K. Corral. Y sus piruetas, verdaderos pasos de baile... De Michael Douglas también podríamos hablar. Y de su mujer, Catherine Zeta-Jones, capaz de dejar a cualquiera sin palabras. Pero estaba recordando el cine de mi infancia...

En fin. No quiero marcharme sin hablar de los genios del humor. Charlie Chaplin, el Gordo y el Flaco... Buster Keaton, protagonista de una obra maestra, El maquinista de la General. Película que, en su tiempo, supuso un alarde de ingenio. Máquinas de tren que chocan, se cruzan y adelantan... con Buster Keaton saltando de vagón en vagón, haciendo carambolas con un tablón, arriesgándose a caerse delante de la máquina. Hace muchos años vi un documental en el que una viejecita recordaba el tinglado que se organizó en su pueblo cuando se rodaba la película. Para la escena en la que las locomotoras atraviesan un barranco por cuyo fondo corre un río, se construyó ex profeso un puente de madera, que luego se hizo arder por exigencias del guión. La anciana recordaba cómo la máquina de tren se precipitó por el barranco, soltando un silbido tremendo, hasta hundirse en el río. Sin maquetas ni efectos especiales.

Comenzaba esta larguísima serie de artículos, que espero me habrán sabido perdonar, contándoles que mi mujer había descubierto a Audrey Hepburn. Para cerrar el ciclo, les quiero hablar de otro de sus descubrimientos: hace unos meses, me oyó murmurar no sé qué de la parte contratante de la primera parte, me preguntó qué era ese trabalenguas, la remití al Youtube... y de esta forma entraron en su vida los Hermanos Marx. Por cierto, quiero aprovechar para desmentir lo del epitafio de Groucho. En la tumba del genial humorista no habría espacio ni siquiera para un Perdonen que no me levante. Groucho Marx fue incinerado, y sus cenizas pasan completamente desapercibidas, en un cementerio de no recuerdo dónde, detrás de una pequeña placa de lata con la estrella de David, su nombre y dos fechas. Cuando vi la foto, me recordó a ese panel con apartados de correos que hay en la oficina de la avenida Juan Carlos de Lorca, dicho con el debido respeto a los difuntos. En fin, en cualquier caso somos nosotros los que debemos levantarnos al paso de Groucho, Harpo y Chico, y de aquella mujerona tan ingenua como tierna que se llamó Margaret Dumont.

En fin; no les molesto más. Con estos artículos no sólo he querido entretenerles, sino, sobre todo, hacerles recordar las películas que abrieron nuestras mentes. Algunas nos llevaron a escenarios lejanos, interesantes, hermosos, exóticos... otras nos enseñaron a conocer a las personas, para lo bueno y para lo malo. Gangsters malvados, nazis demoníacos -valga la redundancia-, sheriffs valientes, mujeres sacrificadas o fatales, amigos para siempre... todas, gracias al arte de dos o tres docenas de profesionales, cada uno con sus propias circunstancias, su estilo y la misma ilusión por vivir otras vidas, y por hacérnoslas vivir a nosotros. Sus estrellas no se limitan a esos azulejos kitschs del Paseo de la Fama; tampoco hay que buscarlas arriba, en el firmamento. Las estrellas de Hollywood brillan en la memoria de cada cual, son esas chispitas que se encienden en lo más profundo de nuestro cerebro y que nos hacen reír, emocionarnos o estremecernos de miedo o de pasión, cada vez que recordamos una película, o tan siquiera una secuencia. En homenaje a todos ellos he querido compartir mis propios recuerdos con ustedes. Espero haber despertado algún recuerdo agradable en los lectores más veteranos; y ojalá que algún lector joven se haya quedado con la curiosidad de saber más, de bajarse o alquilar alguna película de ese tal Bogart, aquella Grace Kelly, ese James Stewart o aquella actriz tan refinada para la que el colmo de la tranquilidad era irse a desayunar a Tiffany's y dejar que le regalasen una sortija de las que vienen en las bolsas de patatas.

The End

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