sábado, 29 de agosto de 2009

Cela, Segovia y Zapatero

Por supuesto, cuando era más joven leí La colmena unas cuantas veces. Yo he sido siempre amigo de releer, porque en un libro no me interesa tanto el final como el recorrido. He rabiado más de diez veces viendo cómo apaleaban a los Churruchaos, he visto quemar la abadía que acogió a Guillermo de Baskerville en media docena de ocasiones, me he preguntado otras tantas adónde irán en invierno los patos del estanque de Central Park... y he paseado por el café de doña Rosa en innumerables ocasiones, pero siempre de prestado. Y es que, cuando me emancipé, me traje conmigo buena parte de la biblioteca que mis padres me habían ido comprando, pero no pude llevarme La colmena, porque el ejemplar que había por casa pertenece a una colección de cien novelas -las Joyas Ejemplares de la Literatura Universal, o algo semejante-, que mis padres fueron reuniendo con esfuerzo, quitándose a lo mejor algún capricho, para que sus hijos tuvieran la cultura al alcance de la mano. Y no es cuestión de mellar la colección. Misión cumplida, lo digo con orgullo de hijo, porque el amor por los libros es algo que me ha acompañado siempre y no me abandonará jamás. Por eso me dolía no tener en mi propio hogar un ejemplar del libro. Bueno, pues este verano mi mujer y yo pasamos unos días en Madrid, en casa de mi suegra, aprovechando que ella estaba de vacaciones en la provincia de Lugo, y en uno de nuestros paseos vespertinos nos acercamos a la Cuesta de Moyano, uno de los lugares más acogedores de Madrid, sede permanente de una exposición de libros de todo pelaje. Allí, en el cajón de los saldos, a euro, había un ejemplar de La colmena con las cubiertas gastadas, las hojas amarillentas, el nombre de una tal Ana María en la primera página, con el año 1979 ribeteado de rojo, que se vino de inmediato con nosotros.

En fin, que estoy releyendo La colmena y me he embebido del ambiente de la España de la postguerra. El hambre, el estraperlo, las represalias, los lutos, y todo lo que supuso la pérdida de la democracia y del modesto progreso que supuso la II República. Y cómo no, la tuberculosis. Ahora me vienen a la mente aquellos sellos de los primeros tiempos del Franquismo, preciosos si hacemos abstracción de su contenido: los sellos Pro Tuberculosos, con su cruz de Lorena estampada en rojo sobre fondos de enfermeras, aviones o campanas. Mi abuelo Antonio también supo transmitirme el amor por la historia, la geografía y la pintura de la mano de los sellos de correos que él coleccionaba desde niño -les hablo de la regencia de María Cristina-, y que todos los veranos compartía conmigo, encantado por el hecho de que su nieto mayor, que además llevaba su nombre, también le hubiera salido filatélico. En otra de sus novelas leíbles, Pabellón de infantes, Camilo José Cela narró el día a día de un grupo de aquellos enfermos sentenciados a una larguísima condena que la mayor parte de las veces concluía con una muerte. La tuberculosis, que golpeaba preferentemente a las lánguidas doncellas de las ciudades provincianas, o a los poetas insomnes de espíritu quebrantado y estómago vacío. La enfermedad es una visitante asidua del café de doña Rosa, la abeja reina gorda y cruel en torno a la que giran los trescientos personajes de La colmena. Por eso me he puesto a reflexionar sobre ella, y pensando en la tisis he terminado en Segovia.



Sanatorio antituberculoso de Aigües
(Alicante), hoy abandonado




Segovia es una ciudad que yo sólo he visitado en un par de ocasiones, para quedarme extasiado por su acueducto y su alcázar. También recuerdo la catedral, una iglesia -¿templaria?- que se ve desde uno de los ventanales del alcázar, y unas morcillas que nos comimos en un restaurante; poco más. Pero quiero sacar Segovia a colación, porque hace mucho tiempo que la pongo como ejemplo de los errores donde nos puede llevar el sacar conclusiones precipitadas. Recuerden que en este titular también menciono a Zapatero; pronto llegaremos a él.

La historia que recuerdo -con alfileres- afirmaba que el clima de Segovia era muy malo para los tuberculosos, porque aquella provincia tenía la tasa de mortandad por la tisis más elevada de España. Luego daba cifras espeluznantes; resulta que en Segovia se moría por la tuberculosis diez o veinte veces más gente que en el resto del país, por lo que uno llegaba a la conclusión de que para combatir el mal, lo mejor era alejarse lo más posible de aquel clima seco y frío. De hecho, ahora me viene a la cabeza que eso fue, precisamente, lo que Pío Baroja forzó a hacer a uno de los hermanos de Andrés Hurtado, el protagonista de El árbol de la Ciencia. Don Pío cogió al chiquillo -leo en la Wikipedia que se llamaba Luisito- e hizo que Andrés se lo llevase a una casita de la huerta valenciana, al tópico más alejado de la ciudad de Segovia que pudo encontrar. No seré yo quien contradiga a don Pío, que al fin y al cabo tenía estudios de Medicina, pero al final, a pesar del clima mediterráneo, el niño Luisito murió. Tal vez yendo a Segovia habría tenido más suerte. Y es que la alarmante tasa de mortandad que tenía esta provincia se debía, precisamente, al gran número de tísicos que iban a curarse a los numerosos sanatorios antituberculosos de las montañas segovianas, atraídos por el ambiente frío y seco que era el mejor aliado contra la enfermedad. Es decir, que por ser una de las zonas más saludables, hasta allí se trasladaban los tuberculosos que se lo podían permitir. Y los que no, también, que también había sanatorios para pobres. Colgarle a la pobre Segovia el sambenito de tumba de tuberculosos, es tan injusto como decir que el hospital "Rafael Méndez" es el lugar más peligroso de toda Lorca, porque es allí donde se firma el mayor número de defunciones. Y todo esto me lleva a nuestro presidente Zapatero, al que la derecha pretende echar la culpa del fracaso de una política y una economía suicidas, iniciadas por otros, y que tal vez como rechazo le han llevado a él al poder.

A los políticos del Partido Popular se les llena la boca repitiendo que de cada diez parados de la Unión Europea, siete, ocho, once son españoles. Y que mientras otros países ya han salido de la crisis, a nosotros todavía nos queda mucho para levantar cabeza. Verán; los que nos consideramos de izquierdas hace muchísimo tiempo que estábamos diciendo que el modelo neoliberal iba a provocar una crisis gordísima. Y, si les parece, vamos a volver a un libro, una obra de un escritor tan mitificado en mi tierra valenciana, como nada leído: Gabriel Miró. Años y leguas traza un paisaje idílico de la costa alicantina, por la zona de Altea, Calpe, Benidorm, Finestrat. Bancales con almendros, infinitos campos de naranjos, chumberas, granados, algarrobos, nispereros... casetas con el burro, las ovejas y las gallinas. La novela se desarrolla en las primeras décadas del siglo XX, y dibuja un escenario absolutamente distinto del que hemos conocido quienes hemos recorrido esas mismas costas dos o tres generaciones después.


Madrid, junto a la plaza de Castilla.
Urbanismo de dimensiones extraterrestres



En los años setenta yo era un niño que se bañaba en Benidorm, en San Juan o en la alicantina playa del Postiguet, en unos arenales donde a las cinco de la tarde ya te tapaba la sombra de los rascacielos. He visto bancales resecos, rotos aquí y allá por una carretera o un vertedero, acequias llenas de basura, árboles polvorientos sepultados en escombros, casetas sin tejado, con las ventanas rotas, apestando a orines. Hasta hace un par de generaciones, en Levante teníamos huerta -algo que aquí, en Murcia, por lo menos se ha sabido preservar-, y en cada pueblo de mediano tamaño había media docena de empresas que daban trabajo a toda la comarca: calzado de Elche o de Elda, alfombras de Crevillente, juguetes de Ibi, pasas de Denia, tomates de San Juan o de donde los cabestros -me perdonarán que no mencione al pueblo rival del mío-... lonjas como Campello, Santa Pola, Villajoyosa o Denia capaces de abastecer de pescado a media España. Pues bien, todo eso se lo llevó por delante el boom de la construcción. El cargarse el litoral, que era de todos, es decir, de nadie, y por lo tanto terreno abonado para el pelotazo.


Costa de Águilas, en la zona de El Hornillo



Eran aquellos tiempos en que los listos neoliberales -todos los liberales han sido siempre muy listos-, te decían, con displicencia, que quien a los veinte años no era de izquierdas es porque no tenía corazón, pero quien a los cuarenta seguía siendo de izquierdas es porque era idiota, y luego añadían: "¡Es la economía, estúpido!", un grito de guerra que venía a decir que el fin justificaba los medios, y que el único fin, por supuesto, era hacer pasta. Cogíamos los bancales y las huertas y recalificábamos, venga rascacielos, venga promociones de cien, quinientos, dos mil adosados, con un nombrecito evocador, cómo no, estilo "Los Naranjos de la Huerta" o "El Vergel de las Colinas", para que nos creyésemos que aquellas atrocidades de cemento eran una faceta más, la única posible, de la Naturaleza. Cualquier obrerete con su contrato indefinido, es decir, precario, se endeudaba a cuarenta o cincuenta años por un adosado o un piso quince en octava línea de playa, todos los alcaldes metían la piqueta en los bosques, echaban abajo casas con uno o dos siglos de historia, y convertían sus pueblos en Benidorm. Los hijos de los pescadores, de los zapateros, de los fabricantes de alfombras, de los alfareros, de los campesinos, se hacían camareros o albañiles y antes de los veinte años tenían un BMW a pagar en cien mil cómodos plazos. Por otro lado estaban las víctimas de la titulitis, aquéllos que sólo querían sacarse una carrera, la que fuera, para no quedarse con el "cutre" título de la Formación Profesional, y que ahora, a punto de llegar a los treinta años, siguen ocupando la habitación de cuando eran niños, en la casa de sus padres, pensando, como mucho, en sacarse una oposición.



Costas e interior de Bolnuevo (Mazarrón)



Poco a poco el liberalismo nos fue encenagando en la codicia y nos llevó a despreciar las formas tradicionales de vida. El principio era fácil: se compraba un terreno rústico, se esperaba a la recalificación, y se construían pisos que luego se vendían a treinta, cuarenta, sesenta millones de pesetas. Había gente que compraba un segundo piso antes de tener pagado el primero; éste luego se alquilaba a otra familia, que era la que te pagaba la hipoteca. Y así íbamos poniendo todos los huevos en la misma cesta, apostando por el ladrillo y nada más que el ladrillo, cargándonos de paso el litoral, perpetrando las aberraciones que se ven desde la costa andaluza hasta la catalana. Gobernasen los socialistas, los populares o los de Convergència i Unió, en el fondo el modelo era el mismo, el liberalismo, el sálvese quien pueda, el hacer dinero fácil a cualquier precio.



Urbanización "sostenible" en Camposol, Mazarrón.
Al borde del abismo.


Hasta que en los lejanos Estados Unidos, nuestro modelo económico, filosófico, cultural e ideológico, el liberalismo salvaje, sin el control del Estado, provocó que un centenar de mangantes hicieran saltar la banca. Todo cayó en cadena. El trabajador que estaba alquilado en tu piso dejó de pagarte el alquiler, por lo que tú no pudiste pagar la hipoteca del adosado. La empresa a la que sucesivos Gobiernos permitieron abaratar el despido se fijó en ti, y en doscientos como tú, y liberalizó, y flexibilizó. Es decir, te echó a la calle dándote cuatro perras para contratar a un becario, o para quedarse con treinta tíos en el lugar en el que antes podíais comer tres mil, o para llevarse las máquinas a Marruecos o a Polonia, donde se pueden pagar sueldos de miseria.

Entonces empezamos a acordarnos del Estado y le pedimos que nos protegiera, pero desde el Gobierno nos dijeron que el libre mercado impide decirle al empresario que no eche a la calle a cinco mil trabajadores; que la Constitución Europea, votada con emoción por la mayoría de españoles, significa que el precio del dinero, los intereses de las hipotecas, y todos los valores económicos, ya no se deciden en las Cortes Generales, sino en un despacho de Bruselas. Los turistas dejaron de veranear en la costa mediterránea porque nos la hemos cargado por completo, y ahora nuestros hijos albañiles no encuentran trabajo en las obras, y nuestros hijos camareros ven cómo los chiringuitos están vacíos un sábado de verano a las dos de la tarde. Y ya no pueden emplearse en la fábrica de alfombras o de juguetes del padre, o en la explotación de naranjas o de tomates, porque todas ellas tuvieron que echar el cierre a causa de los productos chinos o marroquíes que entran sin control, como dispone el libre mercado. Tampoco se pueden dedicar al campo o a la granja, porque ahora hay una urbanización llamada "Las Praderas de Heidy", la mitad de cuyos pisos van a ser propiedad de los bancos de aquí a nada. Bancos a quienes tampoco se puede exigir que ayuden a la pequeña y mediana empresa, que no le nieguen tres mil euros a un comerciante, porque nuestro liberalismo ha sido tan tonto que tampoco ha cuidado a los autónomos y a los que han arriesgado su pequeño capital.

Y todo esto le ha pillado a Zapatero de Presidente, para satisfacción de la derecha, que así le puede echar la culpa al actual Gobierno de un modelo que llevaba décadas aplicándose, y que precisamente ellos ayudaron a desarrollar en gran medida. Y ahora lo único que cabe hacer es volver a posiciones medianamente de izquierdas, tratar de recuperar lo que podamos del sector público, y asumir que el Estado no es una entidad malvada que nos quiere impedir nuestra legítima aspiración de hacernos millonarios a toda costa, sino una herramienta de moderación emanada de nuestra voluntad. Al Jefe del Gobierno lo elegimos nosotros, al presidente del Banco Central Europeo, o del Fondo Monetario Internacional, no.





Parador de Turismo de Lorca,
tapando la torre erigida por Alfonso X el Sabio

Éste es el modelo liberal, eso es lo que la derecha lleva años defendiendo, lo que logró imponerse al final, por culpa del complejo que le entró a buena parte de la izquierda tras el desmantelamiento del bloque soviético: el modelo que decía que el mercado se regularía por sí solo, y que había que acabar cuanto antes con el control del Estado. Vale, el Estado perdió el control y todo se ha descontrolado. Si ocho de cada diez parados de Europa son españoles, es porque en España, ocho de cada diez negocios estaban relacionados con la especulación neoliberal. Volviendo a la novela con la que empezaba este artículo, hemos sido una colmena en la que todos hemos querido ser la abeja reina. Ahora, a llorarle a papá Estado, y a pedirle a Zapatero que intervenga, que modere y que tome las riendas de la economía. Vamos, que haga lo que pueda, que será lo poco que le dejen hacer los tratados internacionales, las normas de la libre competencia y todas esas mentiras con las que los ricos de verdad nos han dejado a los currantes con el culo al aire. Es lo que todos hemos venido votando en los últimos años. Así que ahora no le echemos la culpa de la tisis a la provincia de Segovia.


Los daños colaterales: 48º en el interior de un coche

Al final resultó que el liberalismo no era la panacea

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