sábado, 3 de octubre de 2009

El Reloj de las Muertes Violentas

Recuerdo la Cibeles abarrotada de gente, todos aquellos rascacielos con sus ventanas gemelas llenas de curiosos y un destaca­mento de policías que no daba abasto para controlar a la multitud: porque allí había doscien­tas o tres­cien­tas mil perso­nas, que miraban todas hacia un mismo punto, hacia arri­ba, hacia un inmen­so panel negro, con números rojos que cambiaban cons­tantemente, y cada número es un muerto.

Aún me parece estar viendo el gran cartel que tapa los ventanales de la última planta, que ha costado dos millones de euros y que tiene varios le­treros encima de las cifras rojas: el primero es la marca comercial que se verá por todo el mundo, por todas las tele­visiones e Internet; el segundo es la explicación o la justificación del despliegue: "EL RELOJ DE LAS MUER­TES VIO­LENTAS". El tercero es la fecha de aquel día, "29 de FEBRERO".

El obrero que aquella mañana había cambiado a mano el tercer letrero del Reloj de la Muerte era hijo del muerto violento número 9.398.762, pero eso no le había impedido cumplir diariamente con su función de cambiar los paneles con la fecha. Su padre era el viudo de 7.003.319, atropellada por un conductor borra­cho que fue el 7.003.320, porque después de decapitarla se estampó contra un kiosco de prensa. El encargado del mantenimiento del reloj, que a esas horas de la tarde se disponía a vivir como todos noso­tros un momento histórico, no llegó nunca a saber que tan sólo un mes más tarde él iba a convertirse en el muerto violento número 10.­000­.112. Lo maté yo mismo.

Las ocho cifras cambiaban, siguen cambiando hoy, veloz­mente. La prime­ra de la derecha a veces parpadeaba y se saltaba algu­nos números, cuando había varias víctimas que se disputaban la preferencia: del 9.999.102 al 9.999­.105 (un hombre con su fami­lia se salta un stop); del 9.999­.234 al 9.999.238 (un ex poli­cía borracho entra en un bar pistola en mano); del 9.999.­389 al 9.999.415 (al conductor de un autobús escolar le llama por el móvil su cuñado para ir juntos a la revisión del coche)...

Había gente que llevaba varios días reunida en la plaza, desde la mágica aparición del quinto nueve del reloj, el número 9.999.900. La gente de a pie, los periodistas, incluso algún político campechano, llevan mucho tiempo llamando "la Taxista" a la terminación 900, porque el muerto violento número 8.543.900 fue una mujer taxista que murió en un atraco en Aluche. Por similares razones, se llama el Gasó­leo a las cifras 888, el Autocar del Ciego al 4.567, la Puta al 112 y la Mujer del Alcalde al 263­.

La Taxista apareció en el panel el día 24 de febre­ro, de madrugada. Sus compañeros del gremio, también los autobuse­ros, lo recibieron con emoción, tocan­do el claxon y con el puño en alto. El 25 apare­cieron los prime­ros capicúas, 909, 919, ambos el mismo día, y la opinión pública empezó a emocionarse viendo que estaban a punto de llegar los diez millones, el número 1 del primer panel empezando por la izquierda, el de las decenas de millón. El 27 de febrero, al mediodía, la multitud cada vez más numerosa saludó a los Dos Patitos (un adelantamiento en cambio de rasante, murió un niño de diez años) con un atro­nador y alegre "cua-cua"; dos horas más tarde, los más devotos estaban rezando un discreto padrenuestro por la Edad de Cris­to. El día 28, a esa misma hora, un parrici­dio múlti­ple (un hombre mató a su ex esposa, a sus dos hijos y luego se pegó un tiro) avanzó el Reloj del 967 al 971, privando a los más jóvenes del jolgorio que siempre provo­ca la aparición del 69. El chasco no impi­dió que siete estu­diantes de Arte Dramático, venidos ex profeso desde Barcelona, se desnudaran en plena avenida y escenificaran la cifra (9.999.969) ante miles de curio­sos, hasta que fueron detenidos por una pareja de policías.

Aquella misma noche, un grupo venido de Aragón repartió puros entre la muchedumbre cuando salió el 978, el antiguo prefijo de los teléfonos de Teruel, para recordar que su provincia también exis­te; curiosamente, el 978 había sido una chica de Zaragoza...

A la mañana si­guien­te, día 29 de febrero, uno de los doscientos mil congregados, un ancia­no que llevaba más de treinta y seis horas de pie en la plaza, feliz por estar rodeado de tanta gente, sintió un extraño dolor en el pecho mientras animaba al 988 con gritos de "cho-cho", y fue reti­rado en camilla mientras se esforzaba por ver aparecer su propio número en el panel. El sexto nueve, que dio la muerte violenta número 9.999.990, apareció a las cinco menos cuarto de la tarde. En ese momento, el extremo izquierdo del panel se iluminó levemente: estimuladas por un sensor, como los cuentakilómetros de los coches, las bombillas de la decena de millón se estaban preparan­do para encenderse por primera vez.

Instigadas por un impulso parecido, las cadenas de televisión conectaron sus equipos en directo, mientras los políticos se ajustaron las corbatas y prepararon sus discursos. El partido de la oposición tenía que lamentar profunda­mente la llegada del muerto violento número diez millones, fruto de la mani­fies­ta incapacidad del Gobierno a la hora de atajar la delincuencia. Por su parte, el partido en el poder iba a desta­car que la misión del Reloj era concien­ciar a los ciudada­nos sobre la necesidad de poner todos un poquito de nuestra parte para disminuir la violen­cia y hacer reflexio­nar a la sociedad, e iba a comparar las menos de novecientas mil muertes violentas ocurridas durante su mandato con las más de un millón que se habían produci­do, en idéntico perío­do de tiempo, durante el mandato del partido de la oposición.

A las cinco menos diez apareció el 1 que señalaba la muerte vio­lenta número 9.999.991. Dos minutos más tarde apareció el 992, y de inmediato el 993. El 994 se hizo esperar hasta las cinco y siete minutos, para cons­terna­ción de las cadenas de televisión, que pagaban cien euros por cada minuto de conexión vía saté­lite. Afor­tunada­mente para ellas, del 994 se saltó al 996 por el vuelco de un camión en una carretera perdida de Jaén.

El posible salto del 999 al 001, sin pasar previamente por el número 10.000.000, había sido previsto dos meses antes por el Comité de Expertos del Reloj, un grupo de informáticos que habían obedecido las demandas de los más interesados en que ninguna muerte de más les estropease la función: los políti­cos ávidos de momentos históricos, las cadenas de televi­sión que querían rentabili­zar el alquiler de los satélites, y la empre­sa de segu­ros que se anuncia­ría por todo el país en el preciso ins­tante en que se vieran, redondos, todos los ceros. Por ello, el Comité había decidido congelar la pantalla durante cuatro minutos, en el preciso instante en que se computaran las decenas de millón.

El 996 apareció a las cinco y ocho minutos y fue recibido con aplausos. Éstos se convirtieron en auténticos aullidos unos segundos después, cuando apareció el 997; el 998 salió a las cinco y once... y, por fin, a las cinco y trece minutos del 29 de febrero, el Reloj de las Muertes Violentas se convirtió en un muestra­rio de nueves: 9.999.999. Diez millones de muertes, menos una, desde el día en que la Administración decidió colgar en la plaza más conocida de Madrid un gigantesco reloj para concienciar a los ciudadanos. Al menos ésta había sido la intención original. Luego llegaron la propaganda y la frivolidad.

La muchedumbre aguan­tó varios minutos con la mirada fija en los siete nueves, sin atre­verse a pestañear. Fueron las cinco y cuarto, luego las cinco y veinte, y la pantalla permane­ció inmóvil, ajena a las ansias de todos. Llevá­bamos apenas diez minutos sin ninguna muerte violenta, y la muchedumbre empezaba a impa­cientarse. A las cinco y veintiuno, el encar­gado comprobó, temblo­ro­so, que todos los sensores funciona­ban correctamen­te, pero a las cinco y veintiocho la bolsa de Wall Street anunció una levísima bajada de las accio­nes de la empresa que había fabricado el panel. Fue entonces cuando un político muy destacado -nunca se ha llegado a saber quién fue- sugirió a gritos a uno de sus chupatintas que le pidiera la pistola al oficial más cercano y se sacri­ficara él, o sacrificara a alguien, por la causa.

Pero en aquel momento, exactamente a las cinco y media de la tarde, el médico de guardia entró en la sala de urgencias y nos dijo en voz muy baja que nuestra niña no había superado el atro­pello. Instantes después, la televisión de la sala retrans­mitió el cambio de marcador. Y yo vi vuestras caras, oí vuestros gritos de alegría salvaje e irracional. Hasta el médico sonrió, inconscientemente. Claro que la noche después del entierro, cuando pude reaccionar, el médico se convirtió en el muerto violento número 10.000.010. Y en cuanto a vosotros, lo único que sé es que voy a hacer todo lo posible para que ese diez millones que tanto me recuerda a mi niña se convierta cuanto antes en un veinte. Y luego, en un treinta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario