viernes, 4 de diciembre de 2009

Siervos de Marruecos

Para empezar este artículo, y para que no haya malentendidos, quiero expresar mi respeto hacia los miles de trabajadores marroquíes que trabajan en nuestros campos, en la obra, o que comparten los pupitres de las escuelas con nuestros chavales. Vecinos, no tengo nada en contra de vosotros; es más, os compadezco por soportar la dictadura que estáis sufriendo en vuestro país de origen.

Y es que ese reyezuelo llamado Mohammed VI ha continuado con la opresión y la miseria que inició su padre, aquel Hassan II de tan ingrata memoria para los españoles y para los marroquíes demócratas. Les pondré un ejemplo. En Marruecos, publicar una viñeta con algún miembro de la familia real supone el cierre inmediato del periódico y el encarcelamiento de su director. No me refiero a dibujos procaces, como aquél de los Príncipes de Asturias haciendo el amor, que supuso el secuestro de El jueves, y que fue una decisión judicial, sino al cerrojazo arbitrario, a la docena de gendarmes que entran a bofetadas en la redacción, lo rompen todo y se llevan a los periodistas esposados a los calabozos, porque a su majestad alauita le ha molestado que hayan sacado a su primo Omar con nariz de patata.

Hace unas semanas, como respuesta a los ataques contra la prensa, nuestro periódico El país publicó una de aquellas viñetas. Las autoridades marroquíes prohibieron la venta del diario, es decir, le impidieron a una empresa española que comercializase sus productos en Marruecos. Y nuestro Gobierno, que yo sepa, no hizo nada.

Y es que el silencio cobarde y el asentimiento cómplice son una constante de la vida española, en lo que se refiere a Marruecos, desde hace muchos años.

Que ningún borrachín de barra de bar me salga con que el Caudillo sí que sabía controlar a los moros, y que si la Marcha Verde le llega a pillar más joven, digamos con ochenta años, otro gallo les habría cantado a los marroquíes. Quieto parao, no te descargues todavía la musiquita del Cara al sol, pídete otro veterano, que es cosa de hombres, y recuerda que en 1958, cediendo a los hostigamientos de las guerrillas marroquíes, el general Franco le entregó a Marruecos el territorio de Cabo Juby, y en 1969 hizo lo mismo con el Ifni, que tenía la consideración de provincia española. El bajarse los pantalones ante nuestro enemigo del Sur no se lo ha inventado la democracia.

La Marcha Verde. Es algo que sonará a los más jóvenes, que sin duda se lo habrán escuchado a sus padres con voz crispada, añadiendo que ahí los españoles traicionamos a los saharauis. Es verdad. La Marcha Verde fue el pulso que Hassan II le echó a España, a las naciones africanas y a la mismísima ONU. A finales de 1974, España se había comprometido a retirarse del territorio del Sáhara Occidental, dentro de un proceso mundial de descolonización que había dado la libertad a numerosas naciones de Asia y del África. Entonces Marruecos, que una década antes se había beneficiado de dicho proceso, vio una ocasión de oro para multiplicar su territorio, quedándose con los caladeros de pesca y los yacimientos de diferentes sustancias, como los fosfatos, que hay bajo las arenas del desierto. En noviembre de 1975, aprovechando que la situación política española se estaba desmoronando, que Franco estaba agonizando, que Juan Carlos de Borbón no sabía si se iba a convertir en Rey, si le iban a exiliar los comunistas o si iba a acabar fusilado por los propios falangistas... aprovechando que la potencia ocupante estaba bastante ocupada -y perdón por el juego de palabras-, Hassan II envió a la frontera española a muchos centenares de marroquíes, poniendo en primera fila como carnaza a las mujeres y a los niños, que en el mundo islámico, como es bien sabido, siempre han tenido tantísimo valor.

Allá se fueron ellos, aullando, con banderitas verdes y gestos de victoria, el corazón henchido de orgullo patriótico, el estómago vacío gracias a esa misma patria. Años después vendrían las interminables colas de coches esperando embarcarse desde Europa, con las bacas cargadas incluso con las sillas del comedor -todos lo hemos visto-, como hormigas que se llevan hasta la última brizna de hierba a un hormiguero vacío. Y las pateras, miles de desgraciados que escapan de la miseria, manipulados por las mafias, y que el Gobierno marroquí no puede atajar, porque el mafioso más grande, el que se enriquece, el que convierte a los policías en verdugos, es el propio Jefe del Estado, el que vive como un Rey de los de antes, de los de derecho de pernada.

Ya sabemos cómo se vive en Marruecos. Cada patera que llega nos lo demuestra, y si nosotros, como occidentales, tenemos la culpa de algo, es de tolerar que haya un gobernante que maltrate hasta ese punto a su población. A éstos no les estamos robando nosotros, éstos tienen un Rey que está chupando del bote, al que le viene de maravilla que cada vez que hay luna nueva crucen el estrecho centenares de ciudadanos hartos de pasar hambre y de que les peguen por protestar, y que una vez en tierra extranjera se convierten en exportadores de divisas, trabajando de sol a sol, hacinándose cuarenta en un piso, malcomiendo para que en sus aldeas pueda haber un pozo, un rebaño de vacas o una casa con tejado.

¿Cómo terminó la Marcha Verde? Juan Carlos de Borbón, que estaba ejerciendo las funciones de Jefe del Estado interino, viajó a nuestras provincias a ponerse al frente de nuestros soldados, a quienes se les ordenó que no abriesen fuego, que España no iba a perpetrar una masacre de mujeres y niños. Claro, aquéllos civiles desarmados no eran rojos, sino verdes. La presión funcionó, hasta el punto que pocas semanas más tarde España se retiró del territorio, y le cedió a Marruecos y Mauritania la responsabilidad de ayudar a los saharauis a crear un Estado independiente.

Lo primero que hizo Marruecos fue quedarse con una buena porción del país, y decir que aquello era suyo. De inmediato, los saharauis se levantaron en armas, fundaron el Frente Polisario, esto es, un Gobierno provisional, y proclamaron la independencia del país, al que llamaron República Árabe Saharaui Democrática. Frente a la invasión marroquí, el otro Estado encargado de mantener el orden, Mauritania, se lavó las manos y se marchó, lo que fue aprovechado por Hassan II para comerse parte de ese territorio.

Desde entonces, y hace ya treinta y cuatro años, la República Árabe Saharaui Democrática permanece casi totalmente invadida por Marruecos. Los mismos que se quejan de que las fronteras europeas estén blindadas, han construido en medio del desierto un muro, lleno de minas y alambradas, de más de 2.000 kilómetros de largo, constantemente vigilado, para evitar que el Frente Polisario pueda entrar en la zona del país invadida por Marruecos. Al Oeste de la muralla, los saharauis viven sometidos por Marruecos. Al Este hay otros miles de ciudadanos, casi todos refugiados en territorio argelino, en los tristemente famosos campamentos de refugiados. El Estado del Sáhara ha sido reconocido por casi noventa países -entre ellos Suecia, miembro de la Unión Europea-, y es miembro fundador de la Unión Africana. Tiene un Presidente que se llama Mohamed Abdelaziz. Sin embargo, la ONU está esperando, desde hace treinta años, a que haya un referéndum en que los saharauis puedan decidir si eligen la independencia, o convertirse legalmente en una provincia de Marruecos. El problema es que Hassan II, y ahora Mohammed VI, llevan años deportando al Sáhara marroquíes de otras partes del país, para dejar a los saharauis en minoría. Imagínense que entran en España cincuenta millones de franceses, y luego se celebra un referéndum para ver si seguimos siendo españoles o nos convertimos en una provincia gala.

Como no se sabe quién tiene derecho a votar en el referéndum, los marroquíes continúan invadiendo el territorio, robando sus riquezas, favoreciendo la inmigración hacia el Sáhara y torturando a los independentistas. Y los ciudadanos del Estado del Sáhara continúan, dos tercios de ellos callados en la zona invadida por Marruecos, el otro tercio en los campamentos en territorio argelino, luchando por volver a sus ciudades y a que se termine la invasión. Muchos de ellos, por cierto, todavía tienen el carnet de identidad español, igualitos a aquéllos que teníamos ustedes y yo hace tiempo, azules con la foto y la huella dactilar, porque habían nacido en las provincias africanas de España.

Uno de estos independentistas se llama Aminatu Haidar, y es la mujer que en la actualidad está manteniendo una huelga de hambre en el aeropuerto de Lanzarote. Verán, Aminatu lleva toda la vida defendiendo una obviedad: que ella es saharaui, que Marruecos ha invadido su país, y que los saharauis tienen derecho a ser libres y regresar a sus aldeas. Esta mujer se ha convertido en una pesadilla para las autoridades españolas, porque está absolutamente dispuesta a morir antes que perder la dignidad. Quizás se estén preguntando qué tenemos que ver nosotros, los españoles, con la dignidad de Aminatu Haidar. Se lo voy a explicar, de hecho es lo que justifica el título que le he puesto a este artículo.

Por imperativo legal, como tantos otros saharauis, Haidar tiene pasaporte marroquí. Hace unos días, cansado de sus reivindicaciones, Mohammed VI decidió expulsarla del país, por lo que la policía marroquí la montó en un avión rumbo a las islas Canarias. La saharaui no tiene pasaporte español, ni tampoco visado de entrada en España, por lo que todo parecía indicar que Marruecos no iba a lograr su objetivo de expulsarla por las bravas. Sin embargo, para decepción de la activista, y para vergüenza de nuestro Gobierno, cuando llegó al aeropuerto de Lanzarote la Policía Nacional, evidentemente siguiendo órdenes superiores, la dejó entrar. Nos gastamos millones de euros en blindar las fronteras contra la inmigración ilegal, pero esta mujer entró en España sin tener los papeles en regla, escoltada por la propia policía. Una vez que estuvo en nuestro territorio, Haidar trató de comprar un billete para volver al Sáhara, pero entonces la policía le dijo que no podía abandonar el aeropuerto, porque no tenía pasaporte español, ni visado de salida. Ya estaba, había caído en la trampa y aún encima fuera de Marruecos. De manera que la activista comenzó una huelga de hambre, mientras Mohammed VI se frotaba las manos, satisfecho por haberle traspasado el problema a sus enemigos del Norte.

Esto es lo que hemos hecho, esto es lo que nuestro Gobierno continúa haciendo a estas alturas, hoy mismo. Una dirigente política de un Estado invadido por otro fue deportada por el país invasor. Pero los marroquíes, en vez de encontrarse con que no la podían echar, se encontraron con que España les abría sus fronteras de manera ilegal. Para que no molestase al Rey de Marruecos con su defensa de su país, de la libertad, la democracia y la comida para el Estado del Sáhara. Y ahora el Gobierno español está haciendo todo lo posible para resolver la situación sin molestar a quienes la han provocado. La última ocurrencia ha sido que el ministro Moratinos le ha ofrecido la nacionalidad española. Mientras tanto, Mohammed VI sigue diciendo que a ver cuándo nos vamos de Ceuta y de Melilla.

A lo mejor es que me están influyendo demasiado mis últimas lecturas. Ayer mismo compré en mi pueblo la biografía del conde-duque de Olivares, escrita por el doctor Gregorio Marañón. Eran otros tiempos. Don Enrique de Guzmán, padre del conde-duque, fue embajador en Roma durante el reinado de Felipe II. En una ocasión, el papa Sixto V, con quien nuestro embajador se llevaba a matar, le prohibió que emplease una campanita para convocar a sus criados, alegando que eso sólo lo podían hacer los cardenales. El embajador protestó, pero otros diplomáticos, como el legado francés, salieron en defensa del Papa, diciendo que parecía mentira, usar una campanita como los príncipes de la Iglesia, sapristi, qué se habrá creído ese español. Don Enrique dijo amén y se retiró, prometiendo que no volvería a llamar a sus criados con una campana. A la mañana siguiente, al Papa, y a toda Roma, le despertaron unos cañonazos. El embajador de España quería el desayuno.

A lo mejor, digo, echo de menos un poco de firmeza en nuestras autoridades. Para que no nos pase lo que nos está pasando, que estamos cogiendo fama de país débil. Leo en la prensa que la policía y la Armada inglesa y gibraltareña llevan unos días hostigando a las patrulleras de la Guardia Civil que navegan por aguas que son españolas, según el tratado de Utrecht. La penúltima provocación consistió en tirotear una boya que llevaba una bandera española. El ministro Moratinos tan sólo ha dicho que aquí no ha pasado nada y que hay que llevarse bien con los vecinos.

Y así nos luce el pelo. Piratas somalíes que se burlan de nosotros, que amenazan a España con tomar represalias si nos atrevemos a juzgar a sus cómplices por secuestrar a nuestros pescadores, y que se llevan un botín multimillonario mientras un helicóptero de la Armada les espanta las moscas. Por cierto, y para decepción de mis amigos progres que convertían a los piratas en Robin Hood: los secuestradores han conseguido un botín de cerca de tres millones de euros, pero por el momento no lo han repartido con sus compatriotas. Nadie ha hablado de asfaltar carreteras, de hacer pozos o de la construcción del hospital Pirata Willy. Lo que sí se ha sabido es que en esa provincia se han sucedido una serie de orgías con alcohol, drogas y prostitución, así como un buen número de bodas superfastuosas.

Llevarse con los vecinos está muy bien, poner la otra mejilla a lo mejor te garantiza el Cielo, vale más maña que fuerza... pero en ocasiones hay que dar un puñetazo sobre la mesa y decir: Hasta aquí hemos llegado. España está cogiendo fama de débil, de país que traga con todo, que no sabe defender sus intereses, y nos estamos jugando dos cosas. La primera, que todos los Estados de nuestro entorno eleven sus exigencias a nivel económico, comercial, territorial, o de lo que sea, a sabiendas de que España no va a oponerse con eficacia. La segunda, que muchos españoles se cansen del cachondeo, de que los delincuentes se salgan siempre con la suya, sean ex pescadores somalíes, monarcas alauitas o patrulleros de Gibraltar, y le sigan el juego al primer demagogo que se presente a las elecciones enarbolando la bandera del racismo y la mano dura. Si mañana saliera algún Le Pen, se llevaba de regalo un buen porcentaje de votos simplemente con pedir que nuestro Gobierno haga lo que hacía don Enrique de Guzmán: dejar a un lado la campanita y coger el cañón. Tal vez será mejor que empleemos un término medio, que al fin y al cabo es lo que hacen los demás países: hablar suavemente, pero llevar un buen garrote. Lo dijo Theodore Roosevelt, presidente de los Estados Unidos, que además fue premio Nobel de la Paz.

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